OPINIÓN
Mujeres feministas que hemos estado en la izquierda desde hace más de 30 años resulta que nos hemos vuelto de derechas. Todas. De golpe. Qué digo de derecha, de ultraderecha, y ahora estamos apoyando como locas ideas que siempre hemos combatido.
Eso es lo que pensadores de medio pelo, periodistas mediocres, medios mansos o políticos de toda ralea difunden para desprestigiar nuestras posturas, tergiversar las razonadas críticas que se están haciendo ante la deriva de la izquierda y evitar que nuestras reflexiones lleguen a la población en general, a la que se está confundiendo con trapacerías varias.
Las feministas no compartimos la ideología de la ultraderecha. No solo no estamos de acuerdo, sino que la combatimos con uñas y dientes, porque mientras ellos apuestan por desmantelar lo público, nosotras creemos que es en lo común, en lo que es de todos, donde radica la esperanza de una vida mejor; no compartimos la ideología de ultraderecha porque ellos niegan la desigualdad estructural de las mujeres, la violencia que se sustenta en las relaciones de poder entre sexos y defienden una pureza de sangre anacrónica, porque hoy la sociedad es una mixtura de procedencias que enriquece nuestro paisanaje.
Antes al contrario, quienes coinciden con la ultraderecha son quienes creen que hay esencias que nos definen, y que ya nacemos con una identidad que brota de nuestro interior, incontenible, independiente de cual sea nuestra realidad corporal. Que esa esencia es innata y se puede manifestar tanto a los 3 años como a los 50, y que no hay nada que pueda evitar que ese yo interior verdadero acabe surgiendo más pronto o más tarde. Son quienes defienden que existen las infancias trans, criaturas que sin apenas saber contener los esfínteres saben perfectamente de qué género son; o adultos que tras una vida como hombres de acción se autoidentifican como una dama a la que le pone la sumisión.
El feminismo –al menos el que yo defiendo– nunca ha sido una filosofía de vida esencialista, ni biologista. Nunca ha defendido que haya nada propio de mujeres o de hombres, y siempre ha combatido la idea de que el sexo tenga que ser el destino de nadie. Quienes nos acusan de biologistas o esencialistas tergiversan deliberadamente el pensamiento feminista para hacer creer que nos aferramos al sexo para excluir de nuestra lucha a otras personas.
Cualquier persona, hombre o mujer, puede compartir los objetivos del feminismo, porque el feminismo siempre ha sido un movimiento emancipador cuyos postulados, si se llevan a la práctica, acaban beneficiando a toda la sociedad. Ahora bien, a lo que el feminismo no puede renunciar es a obviar la realidad material y a hacer un análisis a partir de ella. Y la realidad material nos dice que la desigualdad estructural entre los seres humanos se ha basado, sobre todo, en el sexo, y que esa desigualdad no desaparece porque lo hagamos irrelevante, porque lo eliminemos de los documentos administrativos o porque alguien crea pertenecer al sexo contrario con el que nació.
Que ahora, por imperativo de una ideología reaccionaria que ha convertido el género en identidad, nos quieran asimilar a otra ideología más reaccionaria aún –la que defiende una complementariedad entre sexos que hay que preservar– no es más que una burda maniobra para desactivar el componente transformador del feminismo. No, las feministas no nos hemos convertido de pronto en ultraderechistas, sino que son la izquierda y la derecha las que han acabado convergiendo y defendiendo parecidos planteamientos. Aunque por diferentes motivos, ambas han acabado aceptando los roles y estereotipos de género más convencionales: la derecha porque cree que son naturales, y la izquierda porque ha comprado el discurso de que constituyen una identidad. Las feministas defendemos que el género y sus roles son una imposición social que hay que eliminar.
Por eso ahora somos la diana perfecta tanto de la derecha, que nos da la razón en algunas cosas por oportunismo, como de la izquierda, que ha abandonado el principio de realidad. Por lo demás, no vamos a pedir perdón si coincidimos con Vox en que la tierra es redonda, que el agua moja o que el sexo es una realidad inmutable. Que la izquierda tome nota, si sigue empeñada en alabar el traje nuevo del emperador, quizá la chiquillería se pase en masa a quienes, pese a sus delirios ultramontanos, son capaces de ver su desnudez.