domingo 28 abril 2024

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Reino de España: La sonrisa viene después. Obviedades para el 23J

Escrito por Polly Peachum, SP. / La Independent

De un tiempo a esta parte, las distintas formaciones políticas que, en mayor o menor medida, resultaron del movimiento 15M se han vuelto cada vez más inhabitables para cualquiera que aspire a aglutinar las distintas sensibilidades a la izquierda del PSOE y de revertir la bajísima participación. El batacazo electoral tanto del actual gobierno de coalición como de sus aliados preferentes (con la excepción de Bildu), sumado al enésimo órdago de Pedro Sánchez, perfila las elecciones del próximo 23 de julio como una batalla entre dos bloques: Sánchez y Díaz (gobierno) contra Feijóo y Abascal (oposición). Esta imagen asume tanto la desaparición oficial de Unidas Podemos como la posición secundaria que ocuparía Movimiento Sumar en caso de que las urnas dieran la victoria al actual gobierno, reforzando así la vuelta al bipartidismo como único garante de la estabilidad democrática. ¿Podemos, en estas condiciones, presentar una propuesta que llegue a las masas en menos de 50 días? Cosas varias.

Tras la debacle electoral y la evidente división (en algunos casos: desbandada) en las filas de Unidas Podemos, parece claro que la formación debe hacer cierta autocrítica a medio plazo. Salvo que uno esté permanentemente instalado en la autocomplacencia, resulta agotador ver cómo algunos de los líderes de UP saben hacer complejos análisis acerca de las estrategias de los grandes poderes privados, pero son incapaces de pensarse a sí mismos como actores con cierto margen de maniobra en ese mismo sistema. Pero no olvidemos que la reflexión, como deporte, solo es practicable para unos pocos todólogos privilegiados; para los demás mortales, el pensamiento es «algo que sigue a las dificultades y precede a la acción», que decía Brecht. Si todo lo que vamos a hacer de cara a julio es estar ahí, repensándonos, más nos vale entregar las armas y empezar a pedir el voto para el PSOE. Yo creo que hay partido, pero hay que jugarlo.

A ojos de la opinión pública, los resultados del 28M confirman la foto fija favorita de la derecha política y mediática: la de una izquierda que, incapaz de ponerse de acuerdo entre sus propias filas, acude a la contienda electoral dividida, más centrada en sus batallas internas que en señalar al verdadero enemigo. (Unas batallas de egos, por cierto, hiperbolizadas hasta la extenuación por los medios afines al bipartidismo, que no hacen lo propio con los rifirrafes internos de otros partidos, pero también por parte de canales que se presuponen afines.) De nada sirve, por ejemplo, que la candidatura de Ada Colau en Barcelona, con más de una decena de querellas archivadas y una campaña mediática despiadada en contra, apenas haya perdido 1 regidor; o que la propia derecha se presentara en la ciudad condal dividida hasta en cinco formaciones distintas con aspiraciones a entrar en el consistorio (Trias per Barcelona, Ciutadans, Valents, PP, Vox), algunas de ellas con programas prácticamente indistinguibles. La izquierda está dividida y lastra al PSOE. Y para muestra, el ya célebre caso de Huesca.

Ante esta situación, es habitual oír en televisión al menos dos teorías recurrentes que vendrían a explicar la incapacidad del espacio a la izquierda del PSOE para interpelar a las masas. Para sorpresa de nadie, la primera explicación culpa a mujeres, maricas, negras y veganas de dividir a la clase trabajadora con sus reivindicaciones parciales y secundarias. Esas ocurrencias cosméticas posmodernas, como la necesidad urgente de dar respuesta a la emergencia climática, o la defensa de la integridad física de las mujeres, las personas racializadas o las personas LGTBIQ+, o de un reparto equitativo de la riqueza y del poder político que las tenga en consideración, no tienen cabida en una agenda revolucionaria porque no generan el suficiente consenso (entre los columnistas a sueldo de los medios generalistas). Una explicación que casa a la perfección con el modo en el que el partido socialista culpa a su socio de gobierno de sus malos resultados en las municipales y autonómicas. En efecto, el lastre del que el PSOE quiere deshacerse cuanto antes para perpetuarse en el poder no lo representa la vicepresidenta del PCE Yolanda Díaz, de cuya gestión el gobierno se apropia a la primera de cambio; ni siquiera su otro ministro abiertamente comunista, Alberto Garzón, al que se ha mantenido en un rol discreto. Quienes han hecho fracasar al PSOE son Ione Belarra y, sobre todo, Irene Montero y sus leyes trans y del solo sí es sí, por ser demasiado osadas. Nadie se acuerda ya de la aprobación del matrimonio igualitario de Zapatero, de la que los socialistas hacen gala siempre que se les pregunta por sus ministras tránsfobas, y que en aquel entonces tampoco parecía gozar de una mayoría social lo suficientemente «madura» (ese clásico reformista) que la respaldara.

La segunda explicación recurrente de la incapacidad del espacio político de izquierdas para convertirse en hegemónico es que somos unos tristes. En un país donde un libro que se llama Cómo hacer que te pasen cosas buenas es líder en ventas no podemos andar deprimiendo al personal. Hay que ilusionar. La campaña de la derecha se basa, por poner algunos ejemplos, en apelar a una organización terrorista que entregó sus armas hace doce años, en el miedo a que te ocupen la casa, en llamar «fascistas» a integrantes de Podemos en horario de máxima audiencia, o en colocar un contador con la foto de Irene Montero y el número de violadores que han visto reducida su condena; todo esto, mientras bromean con que a partir de ahora hará falta un contrato para follar y acusan a Belarra de promover la zoofilia con la Ley de protección animal. Pero a nosotros, en cambio, se nos dice que debemos optar por lemas que apelen a la alegría y a la esperanza en un futuro mejor. España va bien, pero podría ir mejor. Debemos permanecer sonrientes pase lo que pase, porque la vida de nuestro electorado ya es lo bastante dolorosa. (Paradójicamente, las fórmulas que en la teoría apelan a movilizar la alegría en detrimento de la rabia o la frustración, en la práctica se resumen siempre en que si queremos ocupar el espacio electoral del PSOE hay que ser como el PSOE; es decir, en negar la posibilidad de imaginar otras estrategias comunicativas posibles).

Muy vinculado a esto, y en un último giro de guion —que además nos vendrá de perlas cuando queramos culpar a las mujeres de todo lo malo—, hay quien hace un paralelismo esencialista entre la estrategia comunicativa de movilizar la “alegría” y la llamada “feminización” de la política. Para quienes vinculan estos dos elementos de forma positiva, el movimiento feminista habría puesto una serie de cuestiones en el centro de la política, como la empatía o los cuidados, que apuntan a una nueva manera “no masculina” de gobernar. Frente a las anticuadas mujeres “rojas” que encarnan la “sed de venganza” de un género históricamente oprimido, debemos promover una feminidad en política que no incomode, que no grite, que hable siempre con eufemismos. Toca vestir de blanco y dejarse de reproches. De lo contrario, los Hombres, ofendidos, «reaccionarán» y votarán a la extrema derecha. Obviando el hecho (grave) de que la libertad sexual de las mujeres siempre tenga que esperar a solventar otras prioridades, la falta de perspectiva de este argumento es alarmante. Aquí hay que recordar que la capacidad del movimiento feminista para movilizar (y para politizar a mujeres muy jóvenes) no se debe a la reciente atención a los cuidados, o al llamado “giro afectivo” de la filosofía académica, sino a una reacción popular a la violencia física y simbólica que sufrimos a diario las mujeres. ¿Quién no situaría su momento álgido en lo que fue una respuesta masiva a una violación grupal en la que un magistrado no vio más que «jolgorio y regocijo»? Que la filosofía se ocupe de ciertos temas desde una perspectiva distinta, con todo el interés que esto pueda tener para la historia del pensamiento, no implica que dichos paradigmas sean útiles para enfrentar unas elecciones. En todo caso, la divulgación del pensamiento feminista (sobre todo del que surge fuera de la academia) ha ayudado a poner palabras a cosas que ya existían: el asco ante un rebuzno de camino al metro, el miedo cuando un desconocido nos persigue por la calle, la desesperación de las madres ante la violencia vicaria, la pereza que sentimos cuando los hombres nos explican cosas que ya sabemos, o la rabia que nos remueve el estómago cuando nos hacen sentir culpables de sus agresiones.

Como en el caso del movimiento feminista, las reivindicaciones masivas capaces de alterar el tablero político raras veces parten del altruismo humanista de un puñado de intelectuales. Canalizan la frustración, el dolor, la rabia y, por qué no decirlo, el odio. El odio hacia quienes viven a costa de nuestro sufrimiento. El odio y la impotencia que toda víctima de abusos alberga contra su verdugo. Asumir que la capitalización de estas emociones negativas es cosa de la derecha me parece un error. Negar el dolor no lo hará desaparecer, sino que facilitará que otros lo dirijan contra los más vulnerables.

Nos guste o no, el imperativo de la unidad que tanto el PSOE como Sumar exigen al resto de formaciones es hoy una cuestión de hecho para quienes se preocupan por mejorar la vida de la gente. Y me atrevería a decir que pocos dudan, al menos en su foro interno, de que Yolanda Díaz y su equipo han hecho una gran labor (negociadora, política, comunicativa) al frente de la vicepresidencia y del ministerio de Trabajo, a pesar de todas las críticas que se le puedan hacer. Incluso resulta difícil defender, desde un punto de vista electoralista, que haya otra candidata posible a la presidencia del gobierno en el corto plazo si a lo que se aspira es a un apoyo masivo en las urnas. Pero la aceptación de unas condiciones no elegidas (el ecosistema mediático actual, los plazos impuestos por Sánchez o la falta de liderazgos alternativos a Díaz) no implica que no tengamos libertad para escoger una estrategia política y comunicativa que no pase por encarnar el papel segundón que Sánchez ha reservado para nosotros mientras él libra otra épica batalla contra las fuerzas del mal. Aquí no se trata de obviar la batalla: por supuesto que el fascismo es algo serio y que debe combatirse activamente con todas las herramientas de las que dispone el Estado de derecho (y no solo en campaña). Se trata de creer que quienes nos situamos a la izquierda del PSOE somos los únicos capaces de ganar la guerra.

Esto implica romper con el imaginario de los dos bloques, que beneficia a todas las fuerzas políticas menos a nosotros. Vox no aspira a gobernar España, le basta con virar al PP a la derecha (de hecho, podría re-integrarse sin problemas en el Partido Popular en caso de perder demasiados apoyos, como ha hecho/hará en parte Ciudadanos). Y el discurso actual de Feijóo y de Ayuso es la prueba de que ya ha conseguido en parte su objetivo. Pero para Unidas Podemos y Sumar, quiero pensar, no basta con virar al PSOE a la izquierda, cosa que en parte se ha conseguido a lo largo de las dos últimas legislaturas: queremos superarlo, convertirnos en la primera fuerza política y aplicar medidas valientes que cambien a mejor la vida del 99%. Por seguir con el ejemplo de Barcelona, si Colau ha podido hacer una campaña en positivo y reivindicarse como buena gestora, capaz de llegar a acuerdos con otros actores políticos, es porque en su día libró una batalla «en negativo» contra todo aquello que representaba Xavier Trias. A saber: contra la falsa moderación de las élites disfrazadas de gestoras razonables y su complicidad fáctica con la derecha más reaccionaria.

Aspirar a superar al PSOE implica estar dispuestos a diferenciarnos de él de manera clara, a ganarles en votos y, sobre todo, a no asumir por principio que el único escenario posible ante su victoria es gobernar con ellos, aunque facilitáramos su investidura. Se trata, en definitiva, de dejar claro que todas las conquistas recientes de la clase trabajadora se han conseguido, no gracias al PSOE, sino a pesar de él y con la reacción en contra. Librar sendas batallas, contra la derecha y contra el abrazo del oso de Sánchez, implica creer que nuestra victoria en votos es posible y actuar en consecuencia, dejando claro que somos la única alternativa a un gobierno complaciente con las élites económicas, al margen de si lo lidera un rostro más o menos amable. Implica aceptar y movilizar a favor del cambio a todas esas emociones negativas que van a llenar las urnas el 23 de julio.

En los próximos días asistiremos a los últimos coletazos de la carnicería por las listas de Movimiento Sumar, y aquí es importante tener presente dos obviedades más. La primera obviedad es que para ganar unas elecciones es necesario que la gente conozca previamente a los candidatos. Sería un error poner al frente de las listas a personas desconocidas para los votantes porque generan consenso en una burbuja de Twitter. (¡Si al menos lo hicieran en esas otras redes sociales que tanto influyen en la politización de los jóvenes, y de las que pasamos olímpicamente por puro desconocimiento!). España no es Twitter, ni mucho menos Twitter Madrid. La segunda obviedad es que para ganar unas elecciones es necesario que los candidatos no sean percibidos por parte de la ciudadanía como figuras quemadas que solo buscan mantener el sueldo. ¿Es viable ganar poniendo al frente de las listas a las dos ministras peor valoradas según el CIS?

Hacerse esta pregunta no implica asumir que la respuesta va a ser justa. Montero ha sido una gran política y ha protagonizado avances indiscutibles para cristalizar las demandas del movimiento feminista. Pero si somos capaces de analizar cómo el partido socialista ha tratado de fagocitarlas, cómo la reacción ha hecho todo lo posible por derribarla política y personalmente, y cómo las columnas de los medios de comunicación afines al bipartidismo se han llenado de «fuego amigo», también deberíamos ser capaces de ver cuándo es el momento de dar un paso atrás en términos de visibilidad, y de asumir que será la historia, o los reconocimientos a escala internacional, no las listas electorales, quienes repararán la injusticia. ¿Estamos dispuestos, cuanto menos, a hacernos la pregunta?

No tengo respuestas definitivas al juego de la silla caliente. Pero me creo esto: si en esta «suma» hay que luchar por conservar algo del espíritu que llevó a Podemos a hacernos creer —incluso a demostrar— que las cosas podían ser diferentes, ese algo debe ser la convicción de que para imaginar otro mundo posible primero hay que decir «no» al existente. La certeza, en definitiva, de que un rechazo enérgico a la violencia es difícilmente compatible con ser complaciente.

Polly Peachum es el seudónimo de una amiga de Sin Permiso. La autora no trabaja para ningún partido político.
Fuente:
www.sinpermiso.info, 4-6-2023

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