OPINIÓN
El 18 de octubre es el Día de las Escritoras. Tener que celebrar un día de este tipo no es santo de mi devoción. Es una celebración que, en principio, no me acaba de convencer por lo que significa.
Y por lo que da a entender: en cuanto a las mujeres escritoras, existen determinados problemas que se deben difundir para concienciar a la sociedad.
Y eso de por sí ya es francamente molesto, porque sitúa a las mujeres escritoras como un grupo perdedor; como un grupo marginado que se da de bruces una y otra vez contra un muro inamovible, el muro normativo masculino, el que tiene el poder. Sin duda este muro masculino se protege y se cuida a sí mismo. Se ayuda. Ciertamente, también la competencia entre los hombres escritores es el pan de cada día. Pero podemos muy bien decir que, en el mundo cultural en general, ha sido una constante el hecho de que el grupo masculino cierre filas para impedir la entrada de las mujeres.
Esto ocurre en el campo cultural y en el mundo empresarial (también, por supuesto, en el entorno empresarial de la cultura). Pasa en todos los ámbitos en los que los hombres representan y ostentan el poder. Ellos son los que hacen el mundo. Quizá, pues, deberíamos situar el punto de mira hacia aquello masculino y establecer el Día de los Escritores para poner el énfasis en el hecho de que las mujeres escritoras no somos un grupo aciago, sino que ellos representan un grupo injustamente privilegiado que hace la puñeta a las mujeres, por decirlo suavemente.
Demasiadas veces, en el imaginario masculino, las mujeres están revestidas de aquellos estereotipos falsos que se utilizan para discriminarnos. Hay hombres que rechazan todo lo que suene o huela femenino (por supuesto, siempre que no signifique posibilidades sexuales o de cuidado). Todavía hoy hay muchos que construyen su identidad masculina a partir de la superioridad sobre las mujeres. Si no se pueden sentir superiores, su debilidad queda al descubierto; su autoestima queda resentida. Soy alguien en la medida que “el otro” (las mujeres) no es nada. A modo de ejemplo, y para que nos entendamos, a la poeta gallega Juana Teresa Juega López (1885-1979) su pareja le tiró cuatro disparos por haberse atrevido a publicar. Después, creyéndola muerta, se suicidó, y ella quemó casi toda su obra y no volvió a escribir. En cualquier caso, lo que me interesa resaltar es que pienso firmemente que deberíamos eliminar todo aquello que sitúe a las mujeres en el «victimismo». Puesto que esto nos perjudica.
Quizás necesitamos ir directas al grano: que en los programas escolares de literatura, por poner un ejemplo que me parece bastante punzante, se incorporen las mujeres escritoras con la misma profusión y presencia con que aparecen los hombres escritores. Pero hacerlo como quien no quiere la cosa, introduciendo la normalidad, forzándola, porque desde el momento que se implanta con excesivas explicaciones, se empuja a las mujeres escritoras contra el muro de la marginalidad. Y de la marginalidad al victimismo hay solamente un paso. Y es aquí, en la trampa del victimismo, donde no queremos que nos coloque la sociedad.
El objetivo es conseguir la igualdad, y para conseguirla deberíamos denunciar a quienes la impiden; señalar a los que, para mantener sus privilegios, no la quieren. Pero más que denunciar (que también, cuando es necesario) propongo actuar con asertividad, sin generar reacciones adversas, y dando las cosas por hechas. Las instituciones tienen las herramientas para hacerlo, introduciendo, como digo, programas de literatura equitativos, donde hombres y mujeres escritores aparezcan en igualdad con normalidad y no como una anomalía. Los niños y las niñas, los chicos y las chicas, ni se darán cuenta, y crecerán y se desarrollarán en la igualdad como un hecho natural. Nada de eso, insisto, no quiere decir que no levantemos los puños cuando sea necesario. Sólo que a base de concienciar y concienciar también nos estigmatizamos.
