OPINIÓN
A raíz de la publicación de Las HumoristAs (o bien porque el tema está de moda, señal inequívoca de que no vamos bien) a menudo me piden mi opinión sobre los límites del humor, en especial, de ese humor que lleva la etiqueta de “machista” o “feminista”.
Antes de entrar en materia, querría recordar (aun siendo nivel P3) que los términos “machista” y “feminista” no son antónimos: el primero es una tiranía, una forma de despotismo; el segundo una ideología, una manera de afrontar el mundo a fin de mejorarlo.
Hecha la aclaración, solo se me ocurre encarar el tema con un “¡Y qué voy a decir!”. Cuando conviven de forma coetánea la sentencia a Cassandra y un tipejo que se hace viral haciendo apología de la violencia contra las mujeres y la diversidad sexual, veo una sociedad tan desquiciada que no sé hacia dónde tirar.
¿Refresco la memoria? Cassandra Vera hizo unos tuits sobre un fascista muerto hace más de 40 años de quien, en su momento, los chistes y chirigotas fueron trendingtopic, como se dice ahora; incluso Tip y Coll bromearon al respecto: “De todos mis ascensos, el último fue el más rápido”. Ahora eso es enaltecimiento del terrorismo y merece condena. La propia nieta de Carrero Blanco envió una carta a El País diciendo que la sentencia era “un disparate”. Pero, Cassandra tuvo que afrontar toda una serie de vejaciones como renunciar a su primer abogado porque quería alegar trastorno mental o soportar, durante todo el juicio, que tanto el fiscal como los magistrados se dirigieran a ella en masculino por ser una mujer trans. Sin embargo, la que ha humillado a las víctimas del terrorismo ha sido ella.
Por otro lado está el depravado ese. No pienso nombrarlo, bastante publicidad se le ha hecho ya (que hablen de mí aunque sea mal, la polémica siempre vende). Alguien me interpeló: “Este hombre es un gilipollas, un estúpido, un sinvergüenza, pero tildar lo que hace de violencia contra las mujeres es una exageración”. Claro, violencia es cuando la víctima ya está muerta o, al menos, muy maltrecha, todo el preámbulo para llegar ahí: el menosprecio, la exclusión, el obligarla a ser sumisa o considerarla menos valiosa que el teléfono móvil es pecata minuta, ¿verdad? ¿Todavía hay que aclarar que esos mensajes perpetúan como válidos los estereotipos más rancios y avalan conductas de lo más peligrosas?
No vamos bien.
Estos dos hechos (solo a modo ilustrativo) muestran cuán trastocada está nuestra sociedad. Nunca el humor había estado tan cuestionado y, aún más, tan mal cuestionado. El humor es ficción y como tal no debería tener límites, es la realidad la que habría que mantener a raya y ya veis cómo van las cosas. Si decimos que la ofensa es el límite, lo tenemos crudo porque no hay ofensiómetros homologados, porque a menudo es más ofensivo el hecho parodiado que la parodia en si y porque hay quien se ofende por puro deporte, o peor todavía, por estrategia política.
Además, hay que decir que la misma bromita no tiene idéntico valor y efecto según quien la haga, dónde, cómo y, sobre todo, cuándo. Ya lo decía Woody Allen: “Comedia es igual a tragedia más tiempo”. Los mejores chistes de colectivos marginales los hacen representantes del colectivo y reírse de la propia condición es el estadio más alto de aceptación de la misma. Pero, claro, al humor hay que ponerle márgenes y fronteras, muchas veces con la bandera de lo “políticamente correcto”, cuando la verdadera incorrección política es el absolutismo y lo primero que persiguen y pretenden eliminar los regímenes totalitarios es, precisamente, el humor.
¡Y qué voy a decir! ¿Qué os da más miedo, un humor sin límites o los límites que nos imponen sin el más mínimo sentido del humor?
Este artículo se publica también el La Intervia