OPINIÓN
Me he resistido a hablar de ello pero después de que en una sala de cine por tercera vez veo a un hombre quitándose la mascarilla para ver la película, me doy por vencida.
Tres mascarillas fuera de sitio en una actividad no obligatoria, totalmente optativa. Tres hombres en un medio donde los hombres no abundan, en un espacio que no suelen frecuentar, en un reino más bien femenino. Quizá alguna mujer se la ha quitado pero mi experiencia —casera y totalmente no científica— constata un 3 a 0.
Voy por la calle y los hombres (no todos) me enseñan la nariz; alguna mujer, pero sobre todo hombres. Muy caseramente los cuento; siempre sobrepasan de largo a las mujeres desenmascaradas.
Los hay que no muestran ni vestigio de mascarilla. Los hay que se la bajan para fumar o para hacer ver que fuman, mientras te desafían con la mirada: «como fumo (bebo agua, como cacahuetes…) es legal y no puedes decirme nada». Los hay que hacen ver que la mascarilla enmudece como una escafandra y les es absolutamente preciso quitársela mientras hablan por el móvil o incluso si lo teclean o lo miran; como si la mascarilla les nublara la vista. Todo el mundo sabe que llevar mascarilla impide transportar algo en una carretilla, llevar un paquete, pasear una perra o bajar un capazo de escombros. Los hay que llevan la mascarilla bajo la nariz, con lo cual este apéndice, ni que sea la puntita, coge un protagonismo inusitado, una preponderancia intensísima. El hombre de las narices del treinta y uno de diciembre o del primer día del año se convierte entonces en un permanente día de la nariz de los hombres.
Supongo que tiene que ver con diferentes cuestiones. Con la «libertad»; seguramente más en Madrid y en EE.UU. que en Barcelona. Lo que me obliga a abrir un inciso para decir lo perpleja que me quedé cuando vi a José Mª Aznar declarar en el juicio de la evidente caja B del PP por Zoom desde su casa —donde por ley tenía que estar solo, y él mismo así lo aseguró— con la mascarilla perfectamente calzada, como si tuviera miedo de contagiarse a sí mismo (flaca opinión de sí mismo tiene). Cuando se le preguntó por qué la llevaba replicó «Porque yo respeto las recomendaciones de las autoridades sanitarias [lo repitió] yo soy respetuoso con las indicaciones de las autoridades». Unos días antes le entrevistaba Jordi Évole: no estaba solo pero no se la puso.
Hay que recordar el caso que hacía a las autoridades a raíz de alguna de las campañas de la Dirección General de Tráfico. En febrero de 2010, en un discurso decía literalmente:
[…] como esos letreros que uno ve cuando pasa ahora por las autopistas y le dicen no podemos conducir por ti y yo siempre pienso: ¿y quién te ha dicho a ti que quiero que conduzcas por mí? […] Quién te ha dicho a ti, eh, las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber; déjame que las beba tranquilo mientras no ponga en riesgo a nadie ni, ni haga daño a los demás. […] Yo no bebo otra cosa, nada más que vino, en mi vida, ni lo beberé, nada más que vino.
Bienvenida sea la rectificación. No hay gozo más grande que saber que Aznar a partir de ahora seguirá obedientemente las recomendaciones de las autoridades puesto que hasta hace muy poco las desafiaba, por ejemplo, saltándose a la torera el confinamiento.
Seguro que será un gran sacrificio y le costará taparse una parte del cuerpo. Muchos hombres se resisten a ello. ¿Recuerdan a Donald Trump en un balcón de la Casa Blanca quitándose la mascarilla violentamente con un gesto que parecía una declaración de guerra justo después de que la tan denostada medicina, negada por él mismo, le salvara del coronavirus? (¡Qué suerte tuvieron en el Reino Unido de que Boris Johnson enfermara gravemente!, padecer la enfermedad, mirar de frente los vertiginoso ojos claros de la muerte, hizo que rectificara las medidas sanitarias: de la inmunidad de tribu al más riguroso confinamiento.)
También hay otras variantes, por ejemplo, hombres enormemente reluctantes a ponerse un condón; por desgracia, desde muy jóvenes. Basta pasearse por un instituto para saber que una gran parte de chicos consideran que si usan condón «no vale». A pesar de que el condón pueda ahorrarles una enfermedad venérea o una paternidad no deseada. Antes a pelo que con condón aunque me perjudique, aunque me vaya en contra. («¿A mí quién tiene que decirme lo que…?»)
Por ejemplo, cuando en 2012, después de recuperar el Códice Calixtino», una pieza delicadísima y de gran valor que había sido robada, el espectáculo obsceno de Mariano Rajoy manoseando con las manos desnudas, sin guantes y sin reparos, cuando lo entregó al arzobispo de Santiago, Julián Barrio, que también lo toqueteó sin protección ni miramientos («¿A mí quién tiene que decirme lo que…?») ¿Se imaginan a la cancillera Angela Merkel, a la primera ministra Jacinda Arden en esta situación? Una de las noticias sobre la cuestión se titulaba con sarcasmo —voluntario o no— así: «Rajoy ofrece protección para el Códice».
Por todo ello duele tanto ver en la parada de un autobús a un niño de la mano de un padre que enseña la nariz. Una mujer que justifica con el gesto, la mirada, a su acompañante, «qué se le va a hacer, son así», cuando alguien le dice que se ponga bien la mascarilla.
La mascarilla molesta, especialmente si llevas gafas, ¡qué me vas a contar! Especialmente si se ha tenido en cuenta, si se ha tomado como modelo y patrón en el momento de diseñarlas no la anatomía de tu cara sino la de los hombres.