OPINIÓN
“Todas las mujeres lleváis una puta dentro”, dice uno de los protagonistas de la película Jamón, jamón (Bigas Luna, 1992). Esta afirmación, tan representativa de lo que culturalmente supone el imaginario patriarcal, tendría lógicamente su reverso: “Todos los hombres llevamos un putero dentro”.
Es decir, debería ser evidente que las putas existen porque hay hombres dispuestos a obtener sexo a cambio de dinero. Por lo tanto, el sujeto prostituyente debería convertirse en la referencia clave de cualquier análisis meramente riguroso que pretendamos hacer sobre un fenómeno que existe porque hay hombres que lo demandan. Este punto de partida nos obliga a abordar la prostitución como una cuestión de género y a centrar nuestra mirada en cómo la misma continúa siendo un escenario en el que desarrolla buena parte de la construcción social y política, y por lo tanto también simbólica, la masculinidad hegemónica.
Esta mirada es más urgente que nunca en unas sociedades “formalmente iguales” pero en las que el sistema sexo/género continúa prorrogando la subordinación de la mitad femenina. Una subordinación que se hace más persistente y compleja en el contexto neoliberal que ha elevado la autonomía individual a un valor sagrado. Desde esta posición resulta pues tremendamente fácil legitimar determinadas prácticas, claramente lesivas de la dignidad de las mujeres, desde la defensa de su libertad de elección. De ahí la postura de quienes defienden que habría que regularla como un trabajo más y concederle a las prostituidas todos los derechos laborales y la debida protección jurídica. Las limitaciones solo deberían actuar en los casos de explotación, tal y como de hecho ya se contemplan en nuestro ordenamiento. Esta argumentación lleva a que incluso un sector del feminismo avale la prostitución como la máxima expresión de la libertad de una mujer para hacer lo que quiera con su vida, con su cuerpo y con su sexualidad.
La posición anterior supone no tener presente el marco de las relaciones de dominio que prorroga la prostitución y el contexto de unas sociedades en las que la mitad masculina continúa manteniendo el poder. Es decir, la prostitución ha de ser abordada desde una perspectiva de género ya que en ella se parte de una posición desigual entre el sujeto prostituyente – con poder, activo, dueño de la situación – y la mujer prostituida – sin poder, pasiva, sometida – que se sella a través del dinero. De esta manera, podríamos llegar a afirmar que la prostitución es una “institución patriarcal” que permite que cualquier hombre, a cualquier hora del día, en cualquier parte del planeta, pueda disponer de la sexualidad de las mujeres que desee. A las que además puede seleccionar en un mercado que le permite elegir por edades, rasgos étnicos o tipo de servicios. Con las que, gracias al dinero que todo lo puede, le es posible actuar como le apetezca. Porque él es el que manda, el que demanda, el que tiene todos los derechos y el único deber de pagar. En la prostitución hay pues una relación bilateral – sujeto prostituyente, mujer prostituida- que se traduce en dominio gracias a la contraprestación económica. A esos dos ejes habría que añadir en la mayoría de los casos un tercero, el proxeneta, habitualmente también hombre, que superpone otra relación de dominio sobre la que constituye la esencia de la prostitución.
Todos los estudios que se han hecho sobre el perfil de los prostituyentes coinciden en que no hay un rasgo común entre ellos salvo el de ser hombre. Es decir, los hombres somos todos potenciales clientes, con independencia de nuestra edad, nivel de estudios, trabajo o capacidad económica. También los análisis que se han hecho sobre sus motivaciones coinciden en subrayar un factor esencial: la obtención de sexo a cambio de dinero se convierte en una especie de ceremonia de confirmación de su virilidad, en una práctica mediante la que se reafirma una determinada identidad a nivel interno y en ritual mediante el que se confirman las expectativas de género entre los pares. De esta manera, es fácil detectar como en la prostitución confluyen dos de los elementos esenciales de construcción de la masculinidad hegemónica: la reafirmación de la subjetividad a través del ejercicio del poder y del dominio sobre “los otros” – y las mujeres son el paradigma del “Otro”- y la permanente necesidad de demostrar antes sí mismo y ante los semejantes que se es “un hombre de verdad”.
El hecho de que millones de hombres en todo el planeta acudan a la prostitución tiene que ver, por lo tanto, con cómo seguimos construyendo el deseo masculino. Una construcción que está ligada a una concepción de la sexualidad viril como una especie de “fuerza de la naturaleza” irrefrenable, con la instrumentalización del cuerpo y la sexualidad de las mujeres y con la erotización del dominio y de la feminidad devaluada. De esta manera, el sujeto prostituyente, cuando paga a cambio de obtener la satisfacción de su deseo sexual, está ejerciendo un poder real y simbólico: el que individualmente ejerce sobre la mujer prostituida y el que confirma como género masculino. Así se satisfacen las expectativas de género que tienen que ver con mantener el dominio, para lo que es necesario distanciarse emocionalmente del “objeto” que se posee y se controla. De ahí que en la actualidad muchos hombres acudan a la prostitución porque solo así es posible para ellos mantener relaciones de poder, en las que no media ningún mecanismo de intermediación emocional y en las que en todo caso mantienen el control. En definitiva, a través de la prostitución muchos hombres logran hacer realidad lo que la pornografía les ofrece como una fantasía. Si a todo ello unimos la banalización del sexo y su mercantilización como parte del ocio colectivo, la extensión de la lógica del consumo y del placer, tendremos el escenario perfecto para que el negocio de la prostitución siga aumentando sus dividendos.
En consecuencia, creo que la mejor manera de abordar la prostitución es desde la penalización del cliente o, lo que es lo mismo, desde la desactivación de la demanda, lo cual pasa también necesariamente por superar la normalidad con que la sociedad la legitima y por incidir en mecanismos educativos capaces de generar unas masculinidades alternativas. Todo ello sin olvidar la necesidad de educar en materia de sexualidad de manera que seamos capaces de construir relaciones desde la reciprocidad y el reconocimiento del otro/la otra. Lo cual supone, básicamente, superar el amor romántico, la pornografía y la violencia como herramientas de construcción de las subjetividades masculina y femenina, así como de las relaciones entre ambas. Solo así los hombres podremos liberarnos del putero que todos llevamos dentro y, en paralelo, las mujeres de la puta que muchos ven en ellas.