La idea de escribir el libro Disset esclats surgió como un estallido en medio del primer brote de la COVID-19, que nos mantuvo a millones y millones de personas confinadas durante tres meses en nuestros hogares (las más afortunadas).
Empezábamos la travesía de la pandemia. Como casi todo el mundo, yo estaba peleándome con la lejía. Sí, con la lejía. Con aquel olor que tanto me repele. Rociando con el repulsivo producto químico todo lo que entraba en casa (la fruta, los paquetes de arroz envueltos de celofán, la pasta, o lo que fuese…) y, al cabo de bastantes meses, nos enteramos de que el efecto de la lejía para destruir el bicho es nulo.
Y es que, como si estuviéramos en medio del oscurantismo medieval, sobre el virus apenas si sabíamos nada. Solamente veíamos horrorizados que mataba a mansalva. Yo había terminado mi anterior libro de relatos, La fúria de Fandango, que saldría publicado en octubre. Comencé entonces a escribir un diario que denominé Diario de un confinamiento: cada día escribía lo que me venía a la mente, mis sentimientos y experiencias sobre lo que estaba ocurriendo; después lo colgaba en mi blog y lo difundía entre mis contactos como un modo de expresar mi acompañamiento en el trance terrorífico al que estábamos sumidos.
No sabía que el pintor Perico Pastor estaba haciendo lo mismo mediante su arte. Para expresar su empatía y apoyo, compartió una serie que bautizó con el nombre de Acuarelas para respirar en una lista de difusión WhatsApp de profesionales de la sanidad. La portada de Disset esclats es una de estas acuarelas que Perico me cedió con la generosidad que le es tan propia. En este magma de cogniciones y de sentimientos de desolación, de emociones alteradas, surgió la idea de realizar este libro coral de relatos. En unos momentos de necesidad pujante de comunicación y comunión colectiva. Me gustaría pensar que también las mujeres «inspiradoras» de los relatos se sintieron acompañadas con el ajetreo del proyecto que les planteaba. Como mínimo distraídas y curiosas con él. A mí, como si fuera una prisionera que hubiera ideado un plan de fuga, sí que me ayudó a soportar la barbarie del virus. Conectar con cada una de ellas individualmente, hacerlas mirar hacia atrás, hacerlas retroceder a los tiempos de su juventud, remover sentimientos quizás apagados, ha sido enriquecedor, aun, incluso, teniendo en cuenta las nostalgias, y quizás el dolor, que nos haya ocasionado, a ellas y a mí. Les debo, pues, poder ovillarme en la escritura en unos momentos tremendos y desconcertantes, sin parangón en mi vida, en el que sentirnos cobijados en el apoyo ajeno era importante.
El libro anterior a La fúria de Fandango era también un libro de relatos, pero autobiográficos. Un libro que plasma pinceladas de mi vida. Y una cosa me llevó a la otra. Laberint en el soterrani (en castellano seria «Laberinto en el sótano»), lo escribí a partir de mi interés por la historiografía de la vida cotidiana. Hoy en día, para estudiar el pasado, se distingue entre la Historia en mayúsculas, que se estudia mediante el rigor y la razón, y la «memoria», que la analiza a partir de sentimientos y emociones. Por fin cobra importancia la historia vista desde abajo, desde los sentimientos, desde las emociones. Para entender el pasado es imprescindible conocer la vida diaria de las personas: qué comen y beben, cómo se relacionan, etc.
Para conocerlo, para entenderlo, aun lo que nos ocurre en el presente, es condición esencial e indispensable conocer las vivencias de los grupos marginados por la Historia. Por ejemplo, cómo vivían las mujeres en las cocinas de palacio, qué pensaban, cuáles eran sus actitudes y sentimientos, de qué hablaban… Lo mismo podemos decir de los pequeños, los cuales, en palabras del historiador Phillipe Àries, estaban considerados adultos en miniatura. No se les tenía en cuenta; no existían hasta que se convertían en hombres. Y me limito a decir hombres, sin añadir mujeres, porque las niñas eran poco más que seres graciosos que, cuando crecían, pasaban a ser seres para el gozo sexual y la reproducción. Sobre todo ello escribí hace unos años dos ensayos: Letras con sabor y ¿Qué hace la sociedad con los niños y las niñas?, en los que analizo cómo han ido variando las respuestas a esta pregunta desde el Renacimiento hasta nuestros días.
Las mujeres han sido a lo largo y ancho de la Historia un grupo socialmente marginado; un grupo del que la Historia androcéntrica —la única que existía— no se ha ocupado jamás. Para resumir lo que quiero explicar, me acogeré a lo que decía el escritor y crítico literario Josep Maria Castellet. Afirmaba que la historia personal es fundamental para comprender un tiempo, una cultura, unas formas de vida. Sobre esto, se ha escrito mucho, pero quiero realzar un libro en concreto. Es muy claro y completo: La escritura de la memoria, de Jaume Aurell. Y si Laberint al soterrani lo escribí desde este marco cognitivo y conceptual para explicar por medio de relatos cortos vivencias personales de mi infancia, mi juventud y hasta de mi madurez, en el libro que hoy presento, Disset esclats, he querido dar voz a otras mujeres; que otras mujeres me utilizaran para canalizar alguna parte vivencial que hubiera marcado sus vidas, pero también alguna anécdota o experiencia que reflejara un contexto ya antiguo. Cuanto más alejado en el tiempo, más contraste podíamos encontrar con el siglo XXI.
Os preguntaréis por qué mujeres y por qué mujeres mayores. Por muchas razones: porque estas mujeres, ya mayores, han vivido un cúmulo de experiencias en contextos que ya han desaparecido. Que han pasado a ser historia. Somos mujeres que hemos vivido durante largos y oscuros años en la dictadura franquista, en un mundo que ensalzaba a las amas de casa (vaya eufemismo fariseo para denominar la subyugación de las mujeres…), un mundo en el que la discriminación de la mujer a todos los niveles era descomunal, un mundo en el que todo estaba por hacer, en el que las neveras eran de hielo y, cuando ya eran eléctricas, los que podían veranear se las llevaban con ellos, nevera y televisor. Pues sí, un mundo del que apenas salíamos: las más afortunadas cruzábamos la frontera y nos íbamos a Ceret a ver cine vedado por la censura española, leíamos libros prohibidos que llegaban a nuestras manos por caminos clandestinos, viajar en avión era casi una quimera… Muchas vimos televisión por primera vez en nuestra adolescencia…
En fin, un mundo a las antípodas del mundo de hoy y en el que las mujeres, partiendo casi de cero, hemos ido abriendo camino y luchando a brazo partido contra normas y valores que nos ahogaban; contra los estereotipos de género y la discriminación que sufríamos por el mero hecho de ser mujeres. Llegar a ser conscientes de que somos seres legítimos, en todos los ámbitos de la vida, ha significado una tarea de voluntad férrea. No era fácil darse cuenta de que lo que te ocurría, aquel malestar, aquel no saber qué está pasando, aquel preguntarse qué habré hecho o dicho, aquel sentirse culpable, no tenía nada que ver con una misma, sino con el contexto opresor, patriarcal y machista que nos vetaba y nos vejaba. Sin embargo, después de tantos años de batallas, muchas ganadas, aún hay mucho por hacer. Las mujeres que estoy describiendo somos ahora, claro está, mujeres mayores (no diré que somos personas que empiezan a ser viejas, o ya lo son, porque la palabra vieja por si sola triplica en el imaginario social los estereotipos negativos asociados a la vejez). Me limitaré a decir que somos las primeras generaciones de mujeres que, aún siendo mayores, bien entrada la madurez, todavía tenemos por delante muchos años por vivir con salud, aunque sea con achaques, a trancas y barrancas. Quizás algunas seremos bisabuelas. A las mismas edades que tenemos ahora, nuestras abuelas, y para algunas nuestras madres, estaban muertas o poco les faltaba. Y esto hace que las mujeres mayores de hoy a menudo nos preguntemos cómo vivir la vejez. No tenemos referentes y, si los tenemos, no nos sirven. Tenemos que romper prejuicios que nos limitan profundamente. Y es una tarea que, sin duda, debemos asumir con urgencia perentoria.
El trabajo que he realizado con estas diecisiete mujeres ha sido como mínimo precioso. Algunas de las narraciones explican vivencias que remiten al pasado de la Guerra Civil, constituyendo verdaderas narraciones de memoria colectiva. Otras narran experiencias vívidas que nos sitúan en el contexto del franquismo de los años sesenta y setenta del siglo pasado. En otras, dibujo situaciones personales que han marcado la vida de estas mujeres. El punto de partida de cada historia es cierta en todas las narraciones, pero, como he dicho, son retazos biográficos de las inspiradoras que he ficcionado. Y, claro está, también han pasado por el embudo de mis valores, de mi propia manera de entender la vida.
Porque nuestras experiencias, nuestra educación y vivencias, el contexto en el que las vivimos y experimentamos, seamos o no escritoras, tamizan y moldean nuestras formas de ser. De pensar, de sentir. Lo que digo puede parecer determinista. Nada más lejos, porque somos seres inteligentes que, si nos lo proponemos, podemos transgredir todas las normas y costumbres que no nos dejan crecer y llegar a ser personas responsables de nuestras propias vidas. Es decir, si nos lo proponemos, podemos modificar el rumbo de las cosas que, como seres humanos, nos limitan y perjudican. Y este es el empeño de las feministas. Porque Disset esclats lo he escrito partiendo de mi condición de mujer y mujer mayor, pero también de mujer feminista. Yo quisiera que este libro fuera un pequeñísimo granito de arena teniendo en mente que «la suma de pequeñas cosas puede significar grandes cambios».
Para escribir cada relato he tenido que documentarme, incluso a veces muy a fondo, sobre el tema al cual me enfrentaba. Por ejemplo, yo sobre el mundo de los hackers no tenía ni la más remota idea. ¿Black hacker? ¿White hacker? ¡Ni idea! Sobre la matanza horripilante en Badajoz, que se perpetró al principio de la Guerra Civil española, tampoco sabía nada. De modo que, ahora, de algunos de los contenidos con los que me he peleado, sé un poco o un poco más que antes de empezar a escribir los relatos. Cada narración, con el peso de su propia idiosincrasia, ha significado un reto. Un aspecto que me parece que contribuye a que los relatos sean más singulares si cabe, es que cada narración refleja aspectos de la personalidad de la inspiradora depositados en la protagonista principal del relato en ciernes. Porque, claro, yo no soy la protagonista del relato, sino que soy la escritora que lo ha escrito.
Lo que quiero decir es que, cuando estaba manos a la obra escribiéndolo, tenía constantemente presente en mi pensamiento la impronta de la personalidad de la mujer inspiradora. Esta impronta, esta percepción, se colaba fluidamente en el carácter de la protagonista principal del relato sin darme yo cuenta. Y esto es aún más cierto con las inspiradoras que conozco de hace tiempo. Fui consciente de ello un día releyendo y repasando las narraciones en su conjunto. Las protagonistas principales tenían mucho de las inspiradoras. Lo cierto es que yo no conocía a «todas» las «inspiradoras». Solo a unas cuantas. Tuve la satisfacción, el placer, de conocerlas primero en un encuentro individual y, luego, en los intercambios en el WhatsApp colectivo que creé.
Bueno, nada más. Solamente añadir mi agradecemiento a la escritora Olga Xirinacs por el Prólogo del libro i también a las 17 inspiradoras su creo que entusiasmo participando en él a pesar de que, a algunas de ellas, les haya significado ver cómo la experiencia, la vivencia, la historia o la anécdota que me habían explicado quedaba impunemente desdibujada bajo el yugo de la imaginación. La mía, claro.