OPINIÓN
Ríos de tinta se han escrito desde aquel jueves 5 de octubre del 2017, cuando The New York Times, anunciara en un titular que “Harvey Weinstein compró durante décadas el silencio de mujeres que le acusaban de acoso sexual”.
El domingo siguiente, Weinstein fue destituido de su empresa The Weinstein Company, la productora más importante del cine estadounidense, y expulsado de la Academia del cine americana por acoso sexual. Los hechos también salpicaron a Morgan Freeman y Kevin Spacey, acusados de lo mismo.
Las investigaciones demostraron que Weinstein, a lo largo de 30 años, presionaba a mujeres, desde su secretaria hasta actrices, a acceder a favores sexuales a cambio de promesas para impulsar sus carreras profesionales.
Las víctimas, actrices reconocidas del cine, entre otras: Mira Sorvino, Uma Thurman, Gwyneth Paltrow y Angelina Jolie, contaron lo que en Hollywood era un secreto a voces.
Pero los acontecimientos tuvieron un efecto dominó cuando la actriz Alyssa Milano publicó un tuit en el que pedía a todas las mujeres que hubieran sufrido algún tipo de acoso sexual a que respondieran diciendo “Me too”, “Yo También”. Así el movimiento atizo el fuego y el símbolo del hashtag se convirtió en el lema que denuncia casos de violencia sexual en todo el mundo.
Quedan pocos espacios donde “Me Too” no tenga conocimiento del hostigamiento y acoso sexual a mujeres. Entró al universo como una onda expansiva creando un cambio cultural de actitud que rechaza estas conductas, no solo en Hollywood, sino en política, por ejemplo, el caso del Juez Brett Kavanaugh aspirante a la Corte Suprema norteamericana acusado de acoso sexual, candidato de Donald Trump a quien finalmente nombraron por falta de pruebas.
En su defensa Weinstein alegó que su conducta en los sesenta, cuando empezó su carrera, era normal en la cultura laboral. Lo malo del tema es que este proceder, a pesar de los tiempos y de las campañas para erradicarlo, sigue latente, aceptado y considerado normal en nuestra sociedad.
La cuestión sigue marcando tendencia en espacios públicos y privados, son el pan de cada día. Las mujeres son renuentes a denunciar, tienen miedo a represalias, a señalamientos, a que se minimice su queja y a que no les crean.
Por eso los acosadores, refugiados en el silencio de testigos y víctimas, continúan campantes pavoneándose en instituciones públicas y en ámbitos privados amparados en la impunidad. Algunos bajo la premisa de que a las mujeres les gusta que las acosen.
¡Así que mujeres pierdan el miedo, denuncien!