OPINIÓN
Félix de Azúa ha pontificado que la misión de Ada Colau en este mundo es ser pescadera porque, según dice él, «no tiene ni idea de cómo se lleva una ciudad ni le importa».
Como es probable que haya muchísima gente que no sepa cómo se administra una ciudad ni le importe, según el guión que propone el autor de la Historia de un idiota contada por él mismo (1986), Barcelona puede acabar teniendo más pescaderías que apartamentos turísticos, que está pronto dicho.
No sé si el autor de La venganza de la verdad (1978) ha intentado cortar alguna vez una simple rodaja de merluza; si lo probara, se daría cuenta de que además de una herramienta muy afilada, es necesario fuerza, pulso, temple, decisión y seguridad para realizarlo cabalmente, cualidades muy necesarias para gobernar una ciudad. Seguramente la mayor parte de pescaderas no tiene el menor interés, pero es probable que más de una lo llevara a cabo con buen criterio, sin robar un duro, sin vender pescado podrido, sin levantar la voz.
Habrá de todo como en cualquier lugar u oficio, pero en mi experiencia, las pescaderas son profesionales sumamente preparadas, discretas, elegantes y honradas, con habilidades prodigiosas como pelar lenguados por los dos lados en un santiamén, destripar sardinas y boquerones en un plis plas y quedarse con su suciedad para que tú te los lleves a casa limpios como una patena, colocar con arte en bandejas pulidísimas supremas de rape bien repelado. Son admirables en más sentidos: suelen levantarse a horas realmente intempestivas, pasan largas jornadas de pie rodeadas de un género lleno de espinas (y, lo que es peor, muy a menudo de merluzos y besugos), muy cerca del hielo y de una humedad permanente, lo que debe ser bien doloroso especialmente en invierno.
Como hablamos de pescaderas (a los pescaderos se les suele dejar tranquilos: a nadie se le ocurre enviar a ningún político a trocear y limpiar sepias, ni, por ejemplo, a despachar berenjenas o a freír espárragos), estamos hablando también de la doble jornada laboral y de sacar adelante, mejillón a mejillón, calamar a calamar, maira a maira, núcleos familiares.
Conozco a una catedrática a quien se le humedecen los ojos cuando rememora los sacrificios, sentido común y enseñanzas de una abuela pescadera gallarda y sabia. Ha hecho bien Ada Colau de ir orgullosa al mercado a rendirles homenaje, a agradecerles tanto trabajo callado, tanto servicio a la ciudad.
Si ya es difícil imaginar un mundo sin pescaderas, intenten visualizarlo, olerlo, pasear, sin dignísimas y honestas limpiadoras y amas de casa.
Porque con las pescaderas pasa como con las suegras: casi todo el mundo se atreve a hablar mal de ellas, a contar chistes sexistas y de mal gusto a su costa, pero tanto respecto a las unas como a las otras, cuando preguntas: «¿Y la tuya es así?», casi todo el mundo responde algo así: «¡Ah no, la mía no, la mía es estupenda!». (En los centros de enseñanza ocurre lo mismo, hay niños y chicos que vilipendian a todas las mujeres sin excepción, menos, casualmente, a su madre, a su abuela, a una tía, a su hermana mayor…)
Gangas de querer pensar, además, que todo un colectivo puede ser uniforme. El autor de Cortocircuitos (2004) muestra una alarmante tendencia a ello: también cree que todo el profesorado de Cataluña piensa y actúa robóticament igual. Y además, ¡qué afrenta que te comparen con la alcaldesa si eres pescadera y no te gusta Colau!
Hay gente que se pregunta cómo puede ser que el autor de Esplendor y nada (2006), todo un académico de la lengua, pueda caer de cuatro patas en un tópico tan grosero y ordinario, y enviar a Colau a la pescadería (que ya se sabe que son todas unas ordinarias y unas chillonas como ella) simplemente porque es una mujer y, para más INRI, no pertenece a ningún tipo de élite (¿recuerdan, por ejemplo, el calvario de las ministras socialistas Matilde Fernández o Leire Pajín ?). En realidad es al revés, la Real Academia coopta al autor de Lengua de cal (1972) porque comparte su ideología e insultos torpes como este. Para una Academia instalada muy a gusto en el pleistoceno debe ser difícil encontrar candidatos a la altura de la bajeza de un Camilo José Cela –un obseso de los términos referidos a la prostitución–, o capaces de seguir tradiciones como la de José Zorrilla, que postulaba que una mujer que escribe es un error de la naturaleza, o la de Jacinto Benavente: cuando el Lyceum Club Femenino le invitó a impartir una conferencia, respondió zafiamente que no, ya que no le gustaba «hablar a tontas y a locas». Benavente, a quien regalaron el Nobel de Literatura. ¡Realmente no hay en el mundo peor misoginia que la ilustrada!
No están solos. Unos días antes el concejal del PP de Palafolls, Óscar Bermán, intentó humillar y descalificar a Colau enviándola a fregar suelos por exactamente las mismas razones que el autor de Salidas de tono (1997) y en términos equivalentes. (No descarto que a Bermán le mortifique la invención de la fregona.)
Si ya es difícil imaginar un mundo sin pescaderas, intenten visualizarlo, olerlo, pasear, sin dignísimas y honestas limpiadoras y amas de casa: una huelga de transporte sería un leve trastorno comparado con una huelga generalizada de trabajo doméstico. ¿Qué tendrán contra este tipo de trabajo?
Qué vida más sucia, triste y disgustada la de Bermán y la del autor de Cepo para nutria (1968), puesto que imagino que, coherentemente con los prejuicios y las fobias que muestran respectivamente hacia limpiadoras y pescaderas, uno debe vivir rodeado de basura y el otro sin poder llevarse nunca a la boca una acedía frita, una tajada de suntuosa corvina o una humilde pero sabrosa galera