OPINIÓN
Crecí rodeado de mujeres fuertes, de mujeres que la guerra dejó viudas o solteras, de mujeres que superaron dificultades difícilmente imaginables.
De niño me dormía escuchando la máquina de coser de mi madre, una modista que también fue dependienta, frutera, portera, metalúrgica…
El franquismo nos empujó al exilio político y económico. A los 14 años mamá me asignó tareas domésticas y se negó a enseñar a coser a mis hermanas, por la sobrecarga de trabajo que suponía para la mujer de un obrero. Llevó pistola en el bolso hasta que volvió a España y fue la primera concejala de su ciudad. Su último gesto político, en solidaridad con las procesadas de Bilbao, fue la firma de un documento en el que afirmaba haber abortado.
En el exilio conocí a hombres que figuran en los libros de historia y a feministas reivindicando el derecho al aborto o a la iniciativa sexual. Y fue una poetisa catalana, que recitaba como nadie “El crimen fue en Granada”, la que me animó a volver a Valencia para luchar contra la dictadura.
Mientras la prioridad fue la conquista de las libertades yo me enamoraba de mujeres a las que admiraba por su valor y por su capacidad para cuestionarme. Muerto Franco los hombres copamos la dirección de los partidos y los sindicatos, y nos creímos capaces de decidir hasta lo que tenían que decir nuestras compañeras en las asambleas de mujeres que empezaban a surgir. Con eso provocamos que muchas antifranquistas orillaran sus diferencias partidarias para construir un movimiento de mujeres que, para afirmar su autonomía, rechazaba a los hombres en sus actividades y cuestionaba a las feministas que militaban en organizaciones mixtas.
Mis dificultades con el centralismo democrático y mis relaciones con el movimiento de liberación sexual favorecieron que aceptara integrarme en el primer grupo feminista que buscaba imponer en la práctica el derecho al aborto. Esto me dio una perspectiva privilegiada de las relaciones heterosexuales y sus consecuencias. Aposté por la educación sexual cuando vi que la demanda de “Anticonceptivos para no abortar, aborto libre para no morir” era un parche si no cuestionaba la sexualidad masculina.
El feminismo cambió las relaciones entre los sexos sin que la mayoría de los hombres se sintieran aludidos y yo, que me relacionaba con feministas y envidiaba la intimidad que lograban en los grupos de autoconocimiento, decidí convocar a un grupo de hombres (en 1985) para ver cómo nos afectaba el cambio y cómo podíamos contribuir a acelerarlo, dando sin saberlo un impulso al Movimiento de Hombres por la Igualdad.
Desde su aparición el feminismo aporta enfoques nuevos a temas viejos. Sin que nadie les regale nada han reivindicado, frente a todo tipo de descalificaciones, temas como el divorcio, la promiscuidad, la noche, la anticoncepción, el aborto, la igualdad de derechos y oportunidades, las cuotas, los cambios legislativos, la discriminación positiva, el trabajo doméstico… Reivindicaciones acompañadas de todo tipo de movilizaciones, siempre pacíficas, en las que han asumido riesgos y superado periodos de desmovilización que acabaron con muchos movimientos de la transición. Superado momentos en los solo se veían rescoldos en la universidad y las instituciones, mientras aumentaba el reguero de víctimas que quedaban en la cuneta de la historia. Pero de tanto en tanto pasaba algo que las hacía resurgir. A finales de los 90 fue la indignación ante el asesinato de Ana Orantes el que puso en la agenda la violencia que padecían en las relaciones de pareja.
La victoria del PP y la desmovilización social que provocó las medidas anti “crisis” llevaron a pensar en el escenario ideal para recortar el derecho al aborto, la conquista más peleada por el feminismo desde la transición, y el tren de la libertad fue el broche a una respuesta del movimiento feminista que provocó la dimisión de Gallardón y un relevo generacional que, con los socialistas en la oposición, no se pudo controlar con ayudas a los colectivos afines.
La manifestación de Madrid del 7N de 2015 hizo saltar por los aires el corsé legal que mantenía las violencias machistas en el ámbito de la pareja, y el 25N de 2017 el movimiento feminista demostraba su implantación territorial con manifestaciones masivas en más de 50 ciudades, contra “la manada” y los intentos de cuestionar a su víctima. El pasado 8 de marzo la de mujeres fue la primera huelga política de la democracia, y las manifestaciones de la tarde una demostración sin precedentes de fuerza del movimiento feminista, que ha metido en la agenda política temas como la brecha salarial o los cuidados, que parecían tener más capacidad descriptiva que de movilización.
Ya podemos decir que la mayoría de los hombres se sienten aludidos, que son capaces de identificar muchos de sus privilegios y abundan los que comparten la necesidad del cambio, como demuestran su presencia creciente en las manifestaciones feministas, los miles de hombres que asumieron los cuidados en sus hogares para que sus compañeras vivieran el 8M, o los que atendieron los puntos de cuidados que se montaron ese día en muchos pueblos y ciudades.
Tras una vida acompañando a las feministas, con algunos desencuentros sobre el lugar que debemos ocupar los hombres en la lucha por la igualdad, he de admitir que siguen siendo el motor del cambio de los hombres porque se necesita su presión para que renunciemos a muchos de nuestros privilegios.