OPINIÓN
Las palabras se acuñan, se utilizan, se devalúan y se van por el sumidero de la historia cuando de tanto utilizarlas ya no tienen valor, ni nadie les hace caso, ni a nadie le importan, ni remiten a nada salvo a la inanidad más absoluta.
Hay gente que cree que cambiando el lenguaje se va a cambiar la realidad, y así se inventan eufemismos o resignificaciones estoicas, que diría Celia Amorós; se cree que llamando “trabajadora sexual” a la prostituta se supone que se des-estigmatiza su actividad, aunque a decir de Rachel Moran, “dignificar el sistema opresivo no dignifica a las víctimas”. Muchas mujeres ponen como ejemplo de trabajo ingrato fregar suelos, pero nunca he oído que a ninguna mujer se la insulte con el sustantivo “limpiadora de suelos, que eres una limpiadora”; tampoco como “camarera, que eres una camarera”. Ninguno de los dos oficios son utilizados a modo de insulto. Tampoco cuando se quiere insultar a una mujer se le llama “trabajadora sexual”, sino directamente puta.
Bruja se utilizó para referirse a las mujeres fuertes, audaces, ambiciosas; era una manera de descalificarlas porque una mujer que quiere ocupar cargos, ascender en la escala social o tener un papel preponderante en cualquier ámbito se supone que accede a ello sólo por sus malas artes, no por sus talentos.
Después le llegó el turno a feminazi, una forma de relacionar a las feministas con el nazismo, poniendo de relieve su extremismo y su intransigencia, como si las feministas hubieran enviado a la cámara de gas a alguien Todavía no se ha demostrado que el feminismo haya recurrido a la violencia, más allá de las bombas que pusieron las sufragistas inglesas hacia 1913, que no causaron víctimas mortales. Por cierto, que como sigamos así vamos a tener que recurrir a los métodos de nuestras antepasadas. Feminazi pasó sin pena ni gloria porque las mujeres nunca se dieron por aludidas por este insulto.
Y ahora le llega el turno a Terfa, Terf o tránsfoba, acuñaciones de moda que pretenden callar la boca a cualquiera que disienta de los postulados queer o del transgenerismo. Si durante algunos años ha resultado eficaz, creando un pánico insuperable a cuestionar conceptos que no hace más que unos pocos años que se han popularizado, y ante los cuales la gente calla y otorga con un temor reverencial, cada vez está dejando más impasibles a las feministas a las que se descalifica con este pretendido anatema.
Ya no tenemos miedo porque el uso y abuso del término, empleado para todo y por todo, sea decir que el sexo biológico importa, sea hablar de la menstruación, sea para referirse a la vagina, a la maternidad o a la definición de lo que es ser mujer, en definitiva, tránsfoba tiene tan poca consistencia que nos ha hecho ver que quien lo utiliza no tiene más argumento que el insulto o la descalificación. Detrás del palabro no hay nada. Ni ideas, ni razones, ni solidez, solo intransigencia y ánimo de intimidación. Por tanto, remedando a Rhett Butler al final de Lo que el viento se llevó, cuando nos llaman tránsfobas esta es nuestra contestación: “Francamente, queridos, me importa un pimiento”.