OPINIÓN
Los derechos de las mujeres son papel mojado y los primeros de los que prescinden las sociedades durante cualquier crisis.
La pandemia, aparte de mostrar al mundo entero las vulnerabilidades de nuestros sistemas públicos frente a un neoliberalismo salvaje, ha recordado a las mujeres que, en la realidad, nuestros derechos como seres humanos son papel mojado y los primeros de los que prescinden las sociedades durante cualquier crisis, en este caso, sistémica.
Lo cotidiano deja en evidencia nuestra soledad frente a una realidad que nos continua exigiendo más horas de trabajo tanto fuera (incluido el ámbito del teletrabajo) como dentro de casa, pero también nos recuerda lo importante que es vivir aliadas y en comunidad, porque pese a nuestras diferencias, es nuestra condición de mujeres frente a las violencias del sistema patriarcal, frente a las desigualdades e injusticias la que nos aglutina para hacer frente al peor monstruo al que nos podemos enfrentar: el del aislamiento, de la neutralización e inmovilismo de unos movimientos sociales y políticos que ya no nos representan y de la invisibilización de nuestras realidades día a día y con todo en contra. Hoy, somos holísticamente más precarias y apátridas e incrédulas que hace 3 años.
Es verdad que hemos observado un retroceso en los derechos de todas las personas, pero sobretodo lo apreciamos en lo que a derechos de las mujeres y de las niñas y niños se refiere. Los ámbitos laborales, de salud, de acceso a la educación, a la cultura y al ocio (entre otros) se han visto afectados y mermados. Hemos retrocedido décadas de lucha, de movilización. Hemos vuelto de cabeza a nuestras casas por un virus y hoy, nos mantiene secuestradas ahí el monstruo del sistema patriarcal.
Nos cuesta entrar en los lugares donde se toman las decisiones y si “nos dejan” entrar, hemos de adoptar las maneras propias del sistema si no queremos ser expulsadas de los ámbitos de poder, lugar donde usualmente se decide sobre las vidas de todas.
Es imprescindible visibilizarnos y manifestar de todas las maneras posibles nuestras problemáticas, nuestras urgencias, nuestros objetivos vitales desde lo personal y local, hasta lo colectivo y global tal como hicimos ese 8 de marzo inolvidable del 2018, cuando paramos el mundo para denunciar la discriminación sexual, la violencia machista, la brecha salarial. Para exigir el poder que nos corresponde por derecho para cambiarlo todo. El poder para acabar con este sistema misógino y reconstruir desde cero con nuestras iguales y pese a las desigualdades e injusticias.
Y fue ese 8 de marzo el antes y después de nuestra conciencia colectiva actual. Fue esa jornada el momento exacto en que el patriarcado por primera vez tuvo un miedo global: vio temblar los cimientos de nuestra subordinación, y se dio cuenta temblorosa de nuestro poder, de nuestras convergencias, de nuestros objetivos incuestionables e incorruptibles.
Esa fue la primera vez que absolutamente todas las profesionales de la comunicación supimos a ciencia cierta que ya no dependíamos de la invisibilización y tergiversación constante que los medios generalistas hacen de “nuestros” asuntos, que no importaba que no estuviésemos decidiendo lo que se cuenta, cómo se cuenta, donde, cuando o del porqué se cuenta.
Nos unían las redes. Esas redes que hemos preparado cariñosamente y pese a nuestras diferencias durante décadas en cada rincón del mundo. Estábamos generando nuestra propia información y esa información despertaba a otros cientas de miles, como una ola imparable de energía y alegría. Estábamos revelando a nuestras propias lideres de opinión desde la calle, desde lo social. Estábamos contando lo que veíamos sin el filtro de la edición de un tercero a las órdenes del patriarcado, sino que podíamos contar lo que realmente estábamos viviendo: un momento histórico al que habíamos llegado ejercitando los encuentros, apropiándonos de las calles, denunciando injusticias y violencias machistas vividas por el sólo hecho de haber nacido mujeres para poder dar a conocer, generar alianzas, tener más opciones de desarrollo profesional sin que por eso debamos renunciar a la maternidad o a una vida digna. Tener derecho a la salud, al aborto, a la educación y a viajar sola por el mundo sin que la señalización, la violación o el asesinato fuesen nuestras sombras y compañeras de trayecto. Cosas simples como los derechos inalienables e incuestionables de los hombres desde que existen los derechos humanos.
Pero llegó la COVID aplastándonos, recluyéndonos, asfixiándonos y recordándonos miedos que teníamos casi olvidados nuevamente en el cuerpo, en la intimidad de nuestros hogares, detrás y delante de nuevas pantallas, donde se reproducían esas viejas violencias.
Y si: el teletrabajo había llegado para quedarse. Este nuevo desafío para quienes tenemos oficio y vocación por las comunicaciones, el periodismo y el trabajo colectivo era o un nuevo escollo o una nueva hendidura del patriarcado por la que colar los íntimos intereses de más de la mitad de la población en el mundo.
Esa flexibilidad del teletrabajo era un regalo envenenado: esa flexibilidad que debía ser una más de las variables para la ecuación “continúa con tu trabajo remunerado” no contempló que también se habían de incorporar cuidados, disponibilidad digital 24/7, brecha salarial y brecha digital.
En definitiva, teletrabajo significó y significa más violencias y soledad.
Mientras tanto, las periodistas y comunicadoras “enredadas” continuábamos con nuestras propias dinámicas de producción de información, con su publicación y difusión. Con más o menos acierto (no somos perfectas y vamos aprendiendo) mantuvimos nuestros espacios y abrimos otros, creados para tener absoluta libertad y discernimiento sobre los contenidos e intereses que consideramos prioritarios y que se fueron convirtiendo en nuevas vías de comunicación de masas. Por fin íbamos por delante de todos los medios generalistas, porque las precariedades a la hora de generar nuestro lado de la información se confirmaron como maestras y nos dieron el último impulso para continuar investigando, denunciando, visibilizando, pese a ellas y pese a todo.
Podcast, publicaciones online, investigaciones… arenas movedizas por donde pululamos hasta hoy, que se comienzan a abrir nuevamente las fronteras de los abrazos, del compartir espacios, sinergias y oxígeno: aires y palabras que durante 3 días de esta semana se respiran en el Congreso de la Asociación Mundial de Mujeres Periodistas y Escritoras (AMMPE) que se realiza en Roma, donde compañeras periodistas y comunicadoras evidencian que el tratamiento europeo de los casos e información de las violencias machistas que sufrimos las mujeres en Europa es inapropiado, carente de una línea vertebral que posibilite de manera realmente eficaz acabar con la mayor injusticia de todos los tiempos: la misoginia del sistema patriarcal.
Y continuamos: por las hendiduras, contra las desigualdades, por las mujeres.
XXIV Congreso de la Asociación Mundial de Mujeres Periodistas y Escritoras (AMMPE) en Roma
Alessandra Schiavo, embajadora de Birmania