Eulàlia Lledò fotografiada por Maria Roig
En la Biblioteca Nacional de Madrid hay varias exposiciones. Hay una que ocupa muchas salas dedicada a grabados de Alberto Durero. Llama la atención una pequeña lámina titulada San Cristóbal mirando hacia la izquierda. Como el santo, con el preceptivo niño Jesús subido en la chepa, mira decididamente hacia la derecha, tendremos que convenir que o bien es un error o bien se explica la escena no desde el punto de vista del santo sino desde la óptica de quien lo mirase de frente.
Viene a cuento esta peculiar manera de mirar y titular el grabado porque en una de las salas del sótano, justamente en la menuda Sala de las Musas (el nombre evoca pasivas inspiradoras más que activas e inspiradas creadoras), hay una pequeña exposición, comisariada por la refinada poeta Clara Janés, de largo título: El despertar de la escritura femenina en lengua castellana, en ella, esta sesgada mirada tiene un claro correlato. En efecto, este bello despertar se presenta al público básicamente a través de opiniones y elogios de escritores (el texto que vertía uno de los auriculares, me temo que también los demás, iba desgranando las opiniones que merecía a un hombre). Como si no pudieran existir obras y méritos sin su validación.
Sin embargo, es un auténtico tesoro de contento y una mina de pasatiempos la exposición de retratos y tempranas ediciones de las obras de sor María de la Antigua, sor Marcela de San Félix, Isabel de Villena, Pinar, Sigea, de Carvajal, Caro, Morella, Correa o Fernández de Alarcón… Produce una emoción profunda por sí misma, no necesita padrinos de ningún tipo.
Una lástima. Porque saber lisa y llanamente que Olivia Sabuco descubrió el líquido raquídeo como explica en una obra (a pesar de los intentos de su padre para atribuirse el descubrimiento) da ya cumplida cuenta de la sabiduría de una mujer. No precisa que ningún hombre lo valore (o lo envidie).
Una pena. Porque para caer de rodillas en estado de arrobamiento basta con la visión de una carta autógrafa de la «fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de la clausura contra el orden del concilio tridentino y prelados, enseñando como maestra contra lo que San Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen», por describirla en palabras del futuro nuncio. Sí, lo han acertado, se trata de Teresa de Ávila, la de la grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar a ella, venga lo que viniere, trabájese lo que trabajare, murmure quien murmure, siquiera se muera en el camino, siquiera se hunda el mundo… Muchos años más tarde, Carmen Martín Gaite, una más de los preciosos eslabones en la cadena de la tradición, le dedicó hermosas palabras.
Una oportunidad perdida. Porque, entre otras, dos autoras de peso, sor Juana Inés de la Cruz en la portentosa Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (hay bastante versiones asequibles) y María de Zayas en una de sus modernísimas y ejemplares, por tantos motivos, Novelas amorosas, mostraron que se sobran y bastan para mostrar el saber y la densa tradición femenina. Escuchemos a la primera: «A una Aspasia Milesia que enseñó filosofía y retórica y fue maestra del filósofo Pericles. A una Hipasia, que enseñó astrología y leyó mucho tiempo en Alejandría. A una Leoncia, griega, que escribió contra el filósofo Teofrasto y le convenció…», no contenta con ello, la escritora prolongaba la genealogía hasta sus coetáneas: «Sin otras que omito por no trasladar lo que otros han dicho (que es vicio que siempre he abominado), pues en nuestros tiempos está floreciendo la gran Cristina Alejandra, Reina de Suecia, tan docta como valerosa y magnánima…». La segunda, María de Zayas, tampoco se priva de nada: «Temistoclea, hermana de Pitágoras, escribió un libro doctísimo de varias sentencias. Aspano hizo muchas leciones de opinión en las academias. Eudoxa dexó escrito un libro de consejos políticos. Cenobia, un epítome de la Historia Oriental…». Apresúrense, que se cierra en apenas unos días.
Recuerden, sin embargo, que en la tienda de la Biblioteca Nacional pueden encontrar catálogos, objetos conmemorativos, recuerdos de la exposición de Durero y aún de otras, excepto, ¿lo adivinan?, de la del nacimiento de la escritura femenina. La amable empleada me informa que se editó un pequeño opúsculo informativo (de la de Durero, hay por doquier) pero que enseguida se agotó y no parece que piensen reeditarlo. Ni huella, ni recuerdo, ni memoria: una ligera neblina que se desvanece sin dejar rastro. Debe ser eso que se tilda de ligereza femenina.
Hay muchas mujeres, mucha gente, que cada día la encontramos más insoportable.