(El síndrome de hybris o la enfermedad del Poder)
PENSAMIENTOS
Decía Frederica Montseny que «la mujer está obligada a tomar la libertad si no se la dan». Me desahogaré con toda franqueza contra una cierta tipología de mujeres (ya sé que esa no es la libertad de la que nos habla Montseny) definida en el conocido síndrome de la «abeja reina»: La tendencia que tienen algunas mujeres en puestos de mando a despreciar y hacer la zancadilla a otras mujeres porque las consideran rivales. Un efecto, dicen, de la discriminación de género. Una rémora para los valores del feminismo.
Vivimos todavía en un mundo en el que los «rasgos femeninos» son vistos como una debilidad. El poder otorga reconocimiento con cuentagotas y que una gota caiga sobre la cabeza de una mujer no es un milagro, pero casi. Por tanto, enfrentadas al panorama discriminatorio por razón de género, no nos debería extrañar que algunas mujeres reaccionen con deslealtad. No sólo no compiten de manera sana, sino que hacen todo lo contrario: se pavonean fuera del rebaño de las mujeres —a las que consideran unos seres inferiores— para poder mantenerse en el podio del Poder (¡que suele ser masculino!), con un abanico de conductas inaceptables, las que sean necesarias, las que convenga. Todas las Bee Queens son tiranas con los subordinados, sobre todo (¡sobre todo!) con las subordinadas).
No las soporto, pero aguanto menos a las imitadoras, a las que las plagian. Son mindundis serviciales. Este «no las soporto» es una expresión liberadora a título personal, con fuerte carga emocional, que puede dar risa. Pero soy del parecer que sólo las tonterías hacen reír, nunca las cosas serias. Desde el punto de vista cognitivo diré que esas mujeres son un lastre en el camino para alcanzar la libertad de la que hablaba Frederica Montseny. Más ahora que la negación de la violencia de género ha llegado a las instituciones, que se advierte una reacción patriarcal.
De modo que tanto las posicionadas «abejas reina» como las aspirantes a serlo, con su falta de sororidad, hacen un flaco favor a la lucha perenal de las mujeres hacia la igualdad. Una lucha centrada en la búsqueda de la Justicia con mayúsculas.
Qué dolor emocional, qué sentimiento de inferioridad, atenaza a las mindundis serviciales para querer sentirse tan superiores. Con una desazón pasional hacia las «alturas» del poder buscan desesperadamente la aceptación, compiten con las demás mujeres, a las que ven como eternas rivales (rivales imaginarias, por supuesto) por temor a que les «roben» el lugar de reconocimiento que consideran que se merecen. «Yo soy mucho mejor que tú, ponte en la cola», «No soporto verte, no aguanto saber, ni siquiera sospechar, que tienes éxito». Y mucho menos en el círculo que admiran. Si pudieran ahogar a sus imaginadas rivales en el lodo de la desgracia entonces ya sería bingo. Una lucha a muerte. La muerte es simbólica, por supuesto. Sencillamente, «te tengo debajo de mi pezuña y no te dejo respirar.» ¡Qué paranoia, por dios !
«La pasión de dominar es la más terrible de todas las enfermedades del espíritu humano», dijo el señor Voltaire. Y no le falta ni una brizna de razón.
En cualquier caso, me cuesta lo indecible aguantar el provincianismo de estas mujeres estilo «Cruella de Vil». Entiéndase bien el término «provincianismo»: esa estrechez de espíritu, ese apego admirativo al Poder, esa expulsión de las demás mujeres, a las que desean hundir por la necesidad de reconocimiento enfermizo. Con cero plasticidad de pensamiento, buscan confirmar el prejuicio para convertirlo en convicción. Adjudican estereotipos, prejuicios, buscan apuntalarlos, aseverarlos, para ganar una supuesta contienda contra una adversaria imaginada que, sospechan, podría destronarlas. Se mueven siempre en el lodo del vacío interior y para llenar el depósito atrapan a víctimas propiciatorias a las que, aplastándolas, les roban la energía necesaria para alimentar la autoestima de la cual carecen.
Así nos comportamos las personas, nos comparamos con los demás (lo hacemos de forma automática) el resultado de esta comparación hace que nos sintamos superiores o inferiores. También puede que, en el proceso comparativo, la propia autoestima quede incólume y que el resultado sea que nos sentimos en igualdad como seres humanos. Aquí radica la empatía, el reconocimiento de los demás. La bondad. Por eso discrepo rotundamente del liberalismo radical, eso de que cada uno se espabile con la propia vela. De las formas descarnadas del individualismo puro y duro en general y, en concreto, de las Bee Queens y las aspirantes a serlo. Los que no pueden más, los que en el mejor de los mundos se quedarían atrás, tienen derecho a esperar el apoyo de los demás. Y las mujeres por lo general han estado siempre en ese rango de los perdedores.
Hay una frase que dice: Esta persona «se ha hecho a sí misma». Creo que lo que es de admirar es si, además, esta persona ha ayudado a que los demás no se desmonten. En mi opinión, el auxilio es una actitud humana imprescindible. Vivimos en sociedad (hormigas, abejas, elefantes, lobos… viven en sociedad, se necesitan), somos necesariamente socios de los demás. Las «abejas reina» se han hecho a sí mismas escupiendo en la cara a las demás mujeres a las que desprecian, en la admiración provinciana y pueril por el Poder (o para preservarlo). Una admiración servil y vergonzosa. O admiran o degradan. No tienen término medio. Y la degradación puede disfrazarse de muchas formas, la condescendencia, por ejemplo. Los comportamientos condescendientes atacan directamente la autoestima de la gente. Todo ello, mecanismos muy primarios.
Oportunistas, arribistas, aduladoras, líderes de sectas… saben cómo enjabonar el ego de quienes patológicamente admiran. Saben cómo hacer que, inmerecidamente, las adulen a ellas. Las aborrezco.
Las mujeres tipo «Cruella de Vil» se han instalado en la jactancia de la superioridad y actúan con la beligerancia propia de la envidia. Pueden ser de derechas, pero también pueden autodefinirse como de izquierdas o feministas porque, en la acera soleada de la justicia, la igualdad y el progreso, llueve igualmente el síndrome de hybris: La ambición desmedida, un ego descomunal, la petulancia y la vanidad. Narcisismo al galope… Y todo el mundo que se opone o sus ideas son enemigos personales, personas que responden a envidias.
Siempre he pensado que llevar la etiqueta de izquierda o progresista liberal también podía servir para esconder los detritus de la mala fe, del despotismo de algunos y algunas. Lo mismo ocurre con la etiqueta de feminista, en según qué sectores. Sin duda, muchas mujeres que se llaman feministas y de izquierdas son serviles aprendices de «abejas reina». Basta con que se identifiquen como «progresistas», como «gente de izquierda», para que automáticamente se las conceptúe de entrada con simpatía, con agrado, por más que sean unas tiranas arrogantes. La sociedad las ubica automáticamente en el grupo de personas decentes, compasivas y solidarias, aunque escondan ser unas carcamales, unas machistas camufladas. Pero ellas, felices, se escudan en el apósito de esas palabras (ser de izquierdas y/o progres liberales y/o feministas) para tener buena conciencia. Como los creyentes que pueden pecar, pero si rezan unos cuantos padrenuestros y tienen fe se salvan del infierno.