OPINIÓN
La palabra «portavoz» —como «telefonista» o «lampista»— es de género común y, por tanto, invariable: no se sabe el sexo de quien denomina hasta que no se conoce el artículo, adjetivo, etc., que la acompaña («la» portavoz, «el» telefonista).
Ahora bien, que la lengua es casi de goma se constata si recordamos un engendro —introducido incluso en el diccionario normativo castellano— como «modisto». Como el sufijo -ista es siempre invariable, estamos ante «una verdadera violencia morfológica». El disparate es ideológico, es decir, extralingüístico, y Dios nos libre de un mundo lleno de «taxistos» o «periodistos».
Seguramente hubo algunos modistas que no se sintieron cómodos con una denominación tradicionalmente femenina y se autodenominaron con una expresión aparentemente más viril, una palabra que los alejaba de las humildes costureras. Una vez más la RAE actuó como notaria de su ideología y ya en 1984 la admitió sin rechistar. Lo que más llama la atención del caso es la extrema benevolencia con que se acogen propuestas si provienen de los hombres. Contrasta con la animadversión que ha activado una invención menos llamativa como es la de «portavoza».
En mi opinión, chirría menos porque se alinea con palabras como «capataza», «rapaza» o «jueza» que tal vez eran innecesarias pero que se han acabado imponiendo. (Quizás en cierto modo se alinea también con «aprendiza» o incluso «caballeriza».)
Seguramente si se hubiera tratado de un trabajo prestigioso, habría habido más resistencias a admitir ‘dependienta’ por parte de algunas instituciones
Por otra parte, vemos que otras palabras de una sola terminación han pasado a ser de dos sin ningún aspaviento. Por ejemplo, aunque el adjetivo «dependiente» es invariable, lo prueba que el adverbio resultante es «dependientemente», percibimos «dependienta» como un femenino moliente y corriente —no hay hablantes que la cuestionen—. Se sabe que el adjetivo femenino (y masculino) es «dependiente» porque los adverbios se forman sobre el adjetivo femenino («básicamente», a partir de «básica»; «físicamente», sobre «física»).
Seguramente si se hubiera tratado de un trabajo prestigioso, habría habido más resistencias a admitirla por parte de algunas instituciones. Recordemos que la Real Academia todavía no acepta una denominación como «cancillera» ¡aunque se trata de una formación totalmente regular como, por ejemplo, «consejera / consejero»! Una vez más la RAE se erige como notaria de su ideología, de sus jerarquías.
Últimamente ha habido otros fenómenos de lengua reseñables. Intentos, en cierto modo también formales, de minimizar las mujeres, de rebajarlas. Hace unos días el presidente del Parlament catalán, Roger Torrent, en una declaración solemne, regodeándose, se refirió a la vicepresidenta del gobierno español como «vicepresidenta Soraya». Torrent demostró que se puede carcamalear a cualquier edad, hay otros que lo secundan. Es especialmente doloroso ver que la izquierda incurre en ello; por ejemplo, el ex parlamentario Antonio Baños, y no con menos ensañamiento. Prefieren intentar rebajar con malos modos sexistas a la vicepresidenta que no criticar las políticas que perpetra. Ellos sabrán por qué.
La regla de la inversión es diáfana, se constata que no dicen el «presidente Mariano», sino que lo tratan respetuosamente, manteniendo la distancia adecuada (¿piensan que es mejor político que Sáenz de Santamaría?), en cambio se ceban con la vicepresidenta tratándola familiarmente como si tuvieran una relación estrecha con ella.
Nombrar a las mujeres por el nombre y ocultar su apellido es una práctica por desgracia muy extendida. He aquí un ejemplo que no dice ni mal ni bien de las políticas que cita, simplemente, las trata con menos respeto que a los políticos.
Zapatero celebra otra reunión semanal. Los lunes Tiene convocados a los pesos pesados del Gobierno y del partido. María Teresa, Solbes, Rubalcaba, Leire, Blanco... «No toman decisiones, pero coordinan», confieso un asistente.
A pesar de tener ejemplos a espuertas, son perfectamente evitables.
Aunque es difícil de predecir qué acabará pasando con «portavoza» o palabras tipo «dependienta» —lo que sí sabemos, como bien dice la profesora Mercedes Bengoechea, es que llegaremos a una sociedad más justa «siendo incoherentes e inconsistentes»—, es evidente que denominar por el nombre o por el apellido está en la mano, en la boca, de quien lo elige; Torrent habría podido referirse a Sáenz de Santamaría, así, por el apellido. También lo es, que todo el mundo hubiera entendido a quién se refería el fragmento anterior, si en vez de «María Teresa» y «Leire», el artículo hubiera dicho «Fernández de la Vega» y «Pajín».
Por otra parte, un ejemplo reciente muestra que, a veces, la minimización, el desprecio, es una cuestión de contenido, no del uso de la lengua. En Irán cada vez más mujeres perfectamente organizadas se liberan públicamente del velo y lo cuelgan de un palo. Ya han detenido a unas cuantas por este valiente gesto político y las han castigado severamente.
Pues bien, mientras la policía las describe como «engañadas» (si es que son como criaturas…), el fiscal general, Mohamad Yafar Montazeri, opina que se trata de una conducta «infantil». Montazeri equipara una trascendente acción simbólica contra la opresión con un juego de niñas. ¿Si tan trivial y banal es lo que hacen las iraníes, si es una travesura, por qué las encarcelan? Por otra parte, ¿osarían tachar de infantil una protesta si la hicieran los iraníes?
Opiniones fáciles de evitar si piensas que las mujeres ni son memas ni eternas menores de edad. Ni se te ocurren.