En el documental El techo amarillo (El sostre groc, España, 2022), la directora Isabel Coixet logra la excelencia por partida doble. Por un lado, por la sensibilidad y lucidez con la que expone un crimen amargo entre los amargos y cruel entre los crueles, así como por la exquisitez y buen gusto con que trata a las protagonistas y sus procesos. Por otro lado, por la textura de un documental de guion y montaje precisos que profundiza en los abusos y violaciones a lo largo de ocho o nueve apartados. Sólo hay que ver cómo al principio el filme se adentra por el angosto congosto de MontRebei, hermoso pero de difícil escape y cómo vuelve al desfiladero para cerrar el documental con las protagonistas ya amas del timón. A la altura de la directora de un monumento como La vida secreta de las palabras (España, 2005).
El techo amarillo narra la historia, el calvario, de nueve estudiantes del Aula de Teatre de Lleida que en 2018 presentaron una denuncia por los abusos sexuales sufridos entre 2001 y 2008, cuando tenían entre 13 y 16 años, contra dos profesores, Antonio Gómez —que también fue su director y otros cargos— y Rubén Escartín, y de dos exdirectoras del centro, Mireia Teixidó y Mercè Ballespí, porque no denunciaron dichos abusos a menores. El caso se archivó porque los hechos, según la legislación de 2018, ya habían prescrito y, además, para mofa y befa, el Aula de Teatre de Lleida pagó una indemnización de casi 60.000 euros a Antonio Gómez para que se fuera. De todas formas, hay una pequeña esperanza de que el caso se reabra porque desgraciadamente ha habido nuevas agresiones a alumnas del curso 2018-2019 afortunadamente denunciadas.
El documental alterna los testimonios —a su aire y a su ritmo— de las nueve abusadas y depredadas con filmaciones y fotos de cuando sufrieron las sevicias. Señala el positivo papel en este camino de fortalecimiento de la asociación Dones a Escena, un espacio de debate, reflexión y de acción formado por mujeres de las artes escénicas de Lleida. Tan bien lo trata que en ningún momento piensas que las nueve niñas, hoy, mujeres, sean sólo víctimas. Contribuye a que una de las agredidas, inteligente, valiente y con una sangre fría envidiable, cuando ya lejos del Aula vuelve para actuar en el escenario del crimen en una función que consiste en cantar a dúo con un títere, se las ingenia para hacerle decir más o menos: «Pederasta. Ay, quiero decir, profe de teatro… Esto es lo que eres. Lo que hiciste nunca lo olvidaré». Al público del teatro se le heló la sangre. El del cine, conmovido.
El techo amarillo recorre los caminos individuales y colectivos que las nueve mujeres transitan para salir de la trilogía habitual de cualquier tipo de agresión machista: miedo, vergüenza y culpa.
Subleva ver cómo los depredadores utilizaban su evidente poder para agredirlas con unas estrategias perfecta y maquiavélicamente elaboradas, cómo jugaban con unas niñas —a las que, como todas las mujeres— se las ha adiestrado para complacer (a los hombres), unas niñas que querían sentirse adultas, estar a la altura de lo esperado (de una figura de autoridad) y en modo alguno querían ser tildadas de estrechas. La parafernalia del teatro contribuye a ello. Hace vomitar ver cómo los agresores asediaron a una lesbiana, la traicionaron y la atacaron con los insultos más misóginos, los muy «progres».
Da rabia ver una constante en el comportamiento de las chicas. Callar, no decir nada, ¡para no dañar al profesor!, para no perjudicar al Aula de Teatre. Un Aula que permite las agresiones no merece ningún sufrimiento silenciado. Es más, lo único que puede hacerse por su bien es no callar, hablar, denunciar, para que sea realmente un Aula. Ese silencio espeso, ese callar que aguanta las violencias machistas en cualquier variante. Que en definitiva apuntala el invento del patriarcado.
Al margen del documental, es desmoralizador oír que el actual alcalde de Lleida, Miquel Pueyo, manifieste que se le hace difícil pensar que nadie más notara algo raro. El mismo tipo de tópica declaración que hace alguna gente después de que una mujer sea asesinada: «pero si era tan bien educado…», «pero si parecía tan buena persona…». Este tipo de asombro soporta el invento. Esta ley del silencio permite las violencias y el maltrato machistas. Y es sangriento saber que los depredadores Antonio Gómez y Rubén Escartín fueron modelo para los chicos que asistían al Aula; hoy, algunos son agresores. O que Antonio Gómez sigue tratando con chicas menores en Brasil.
Por la parte que me toca, pienso en los abusos perpetrados sobre todo por profesores en los institutos de secundaria. Abusos cometidos por lo general apelando a la «libertad». De la libertad de los depredadores, por supuesto.
¿Qué no vi?, ¿qué no miré? Helada me he quedado cuando comentando el documental con mis hijas, una me ha dicho que un profe suyo (su hijo iba a clase con ella) le pidió el teléfono, y yo en la inopia, como las madres y padres del Aula de Lleida que no preguntaron a sus hijas con quién se las obligaba a dormir cuando iban de gira. Mis hijas, poseedoras de un libro suyo, han decidido entre risas no tirarlo al reciclaje del papel sino directamente a la basura. Aterra pensar que ese individuo dirigía un grupo de teatro en el instituto.
Salgo del congosto de Montrebei y pienso que el título tiene además la virtud de hermanar el documental con una obra capital de finales de 1892, con El papel de pared amarillo de la gran Charlotte Perkins Gilman (1860-1935). Libro que narra punto por punto otro tipo de violencia y de represión ejercida contra las mujeres.
(Publicado en El HuffPost el 17/01/2023)