OPINIÓN
Es desgraciadamente sabido y probado que a las mujeres se nos ha negado un estatus social con igualdad de derechos, que a las mujeres no se nos ha considerado con todos los atributos inherentes a la persona humana, y que esta carencia de reconocimiento viene de lejos.
No teníamos ni alma
Ya desde los principios de la era cristiana, por parte de las autoridades eclesiásticas de la Iglesia (obispos, cardenales o -en todo caso- hombres) han ido discutiendo durante siglos si las mujeres teníamos o teníamos alma. No obstante, su doctrina sobre las mujeres y su función social, incluida la civil, era tratada con una prioridad absoluta, como un precepto que se tenía que cumplir taxativamente, y si no era así, incluso se perseguían las personas que discrepaban, empezando por las propias mujeres.
Todavía hoy, se se cree con aquella autoridad suficiente como para querer decidir todos aquellos asuntos de nuestra incumbencia, aquellos que nos afectan a nosotros mismas y que tienen que ver con nuestra vida, como si estuviéramos incapacitadas para decidir por nosotros mismas.
La incorporación en el mundo del trabajo remunerado
En nuestro ámbito geográfico, sobre todo desde la revolución francesa, se empezaron a imponer los valores de la igualdad sobre todas las personas, incluido las mujeres, evidentemente. La activista política, feminista y escritora, Olympe de Gouges escribió en 1791 la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadanía. Desde entonces, las mujeres han tenido que llevar a cabo una dura lucha para que se pudiera aplicar este principio en todos los campos.
Ya en el siglo XIX fue convulso en cuanto a las reivindicaciones laborales inherentes a la incorporación de las mujeres al trabajo asalariado. La exigencia de reconocimiento de sus derechos -más allá de ser utilizadas como fuerza de trabajo- ha sido una constante desde entonces y todavía llega hasta nuestros días.
La reivindicación de los derechos de ciudadanía
Y con la incorporación a la colectividad, venía también la reivindicación de nuestro derecho a participar de todos aquellos otros hechos qué derechos ya se reconocían a los hombres por el simple hecho de ser hombres. Reunidas a Seneca Falls el 1848, las norteamericanas hacían la primera declaración programática reivindicando el derecho en voto, un derecho que, a primeros de siglo XX, continuaron las sufragistas inglesas, y que no llegaba a nuestro país hasta el acontecimiento de la II República, consolidándose con la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 1948.
Con el estallido de la Primera Guerra Mundial la paz se convirtió en una prioridad que marcó -sobre todo- las mujeres rusas que hacía años salían a la calle en demanda de alimentos y por el retorno de los combatientes. Este fue el inicio del movimiento que acabaría con la dimisión del zar y la proclamación de la República a la antigua Unión Soviética.
El Estado de Bienestar
Por otro lado, en el decurso de la II Guerra Mundial, la aportación de las mujeres a la retaguardia del frente consistió al posarse al servicio de los hospitales, centros de enseñanza, universidades y aquellas responsabilidades públicas para atender las necesidades de la población en general. Un rol que, al acabar la guerra, se resistieron a dejar de hacer y volver al hogar, por eso afanaron porque fuera el conjunto de la sociedad quien diera estos servicios. De aquí el resurgimiento de la socialdemocracia y la llamada sociedad del bienestar, que velaba por los servicios de reproducción de la vida que tradicionalmente hemos hecho las mujeres -de forma preceptiva y sin remuneración- asumiéndolo en aquel momento desde la responsabilidad pública.
Más ay, la voracidad del capitalismo ha tenido la capacidad de fagocitar-lo todo y, poco a poco, ha sometido a la ley del mercado cada uno de estos servicios considerados fundamentales por una sociedad evolucionada. Los servicios de salud se han convertido en empresas que juegan con la salud de las personas para sacar beneficios a partir del negocio de las empresas multinacionales; han convertido la educación en la auto-cura y el apoyo facultativo en una tutela que interviene, e impone, tratamientos altamente costosos, generalizando su consumo de forma que, por mor de la salud de los propios, si conviene se está dispuesto a pagar por los servicios que ofrece la medicina privada, y esto -además de un modelo sanitario que no garantiza nada- excluye las capas más populares de esta posibilidad simplemente por la carencia de recursos económicos.
La prostitución y el capitalismo
Y así con todo, también en cuanto a la libertad de las mujeres, desvinculada de una maternidad preceptiva sin la cual no se te reconoce como mujer, es tan intensa el hambre de libertad que arrastramos desde tan de tiempo, también en la sexualidad, que -al exigirla pública y privadamente- muchos hombres solos la pueden entender tal y como entienden la suya, a menudo en clave machista; cuando por la mayoría de las mujeres la vida sexual va estrechamente ligada al deseo de estimación y -si no es por necesidad- no le posa nunca precio.
No obstante, como que desde muy antiguo que las mujeres hemos tenido una dependencia económica del marido a partir de la estructura social del matrimonio y el rol asignado a cada cual, donde el hombre es quien pone el dinero a partir de su contribución a la economía productiva y la mujerpone el trabajo -sin remunerar- de reproducción de la misma vida, con la incorporación de la mujer al mundo asalariado, este esquema ha cambiado, pero con el predominio del mundo del dinero por encima otros valores, la supremacía del hombre verso la mujer toma una carta de naturaleza generalizada, y parece que todo tiene que girar en torno los deseos del macho de turno, a pesar de que la mujer también trabaje y aporte recursos en el hogar.
Por otro lado ya dicen que la prostitución es el oficio más antiguo de la humanidad, porque siempre ha existido la consideración de la mujer como objeto y, en consecuencia, su explotación sexual al servicio de los hombres se entiende como una relación de placer sin compromiso, a menudo válvula de escape de aquella obligación relacional que hay que mantener con la pareja.
A pesar de que hoy la mercantilización del sexo toma formas diversas, y no exclusivas de los hombres verso las mujeres, el negocio de la prostitución o el mercado del sexo, es uno de los primeros sectores económicos a nivel mundial. Es un negocio que mueve grandes cantidades de dinero de forma opaca donde quien se beneficia son los proxenetas, los traficantes y la industria del sexo, mientras que las mujeres o personas que se dedican solo reciben una pequeña parte.
El feminismo no puede dudar
Ante el debate que se ha generado, incluso en el marco del movimiento feminista, que haya una reflexión: una cosa es la libertad personal, incluso la libertad personal de prostituirse, y la otra es hacerse cómplice de un montaje del capitalismo para perpetuar el rol de las mujeres exclusivamente como objetos de consumo, de consumo por aquello cotidiano y también de consumo de lujo para mantener el estatus. Es cómo si las personas que se dedican a otro trabajo, el hecho de disponer de un salario ya se los otorgara la condición de libras.
Es obvio que, con un trabajo y salario propio (independientemente de si es más grande o más pequeño) las mujeres hemos logrado un grado de autonomía que -dependiendo del marido- no teníamos, y esto nos da ciertamente un estatus diferente, pero no la libertad llena como seres humanos que formamos parte de la colectividad. La mayoría estamos inmersas en unas obligaciones y compromisos que tal vuelta nos permiten respirar un poco, darnos alguno que otro nivel de vida, pero lo tenemos que comprar con nuestro esfuerzo laboral y, en la sociedad de consumo que tenemos, la voracidad de comprar y consumir que parece nos tendría que satisfacer tampoco nos hace feliz.
Otra cosa es reconocer que, para muchas mujeres, prostituirse es su medio de vida, aunque sean explotadas como quien más. A menudo comparo este negocio con una ETT o Empresa de Trabajo Temporal, y no por la precariedad laboral sistemática que ha supuesto su generalización, sino por el enriquecimiento desmesurado de estas empresas que se lucran a partir de una parte del coste laboral que por la empresa madre supone un mismo trabajador o trabajadora por el mismo trabajo. Además, en unas y otras se ahorran muchos derechos de salario diferido y responsabilidad hacia los mismos trabajadores/se, derivándolos a otra situación más precaria todavía. Y esto no quiere decir que no hayamos de defender los derechos de los trabajadores y trabajadoras de las empresas de trabajo temporal, oi?, pero -como mínimo- partimos de la base de su explotación.
De hecho, ya lo dicen que la prostitución es la esclavitud del siglo XXI, entendiendo por esclavitud el hecho de trabajar sin derechos. La venta y tráfico de personas no tendría que existir, pero -como que existe- hay que estar con las personas que lo sufren, y no para perpetuar este negocio-explotación de la mujer, o del sexo en sí, sea cual sea su expresión. Los principios también son una base para construir una sociedad, y sin principios los derechos logrados no tienen cimiento y se los puede llevar fácilmente el mercado, como ya está pasando. No prostituimos nuestros derechos.