jueves 28 marzo 2024

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“Mujeres free”: la vieja fórmula no ha muerto

Por Lisandra Fariñas, SemLac (Cuba). Imagen destacada: DW

La sexualización y cosificación del cuerpo femenino entraña una enorme carga de violencia simbólica.
A esta altura del partido —y luego de décadas de lucha feminista desde el activismo, la academia, la sociedad civil y cuanto espacio de sensibilización haya entendido la pertinencia de luchar contra la violencia en todas sus manifestaciones—, parecería que ya no es necesario estar hablando y denunciando el uso del cuerpo de las mujeres como herramienta publicitaria.

Debería haber quedado clara la enorme carga de violencia simbólica que entraña la sexualización y cosificación del cuerpo femenino. Pero no; cada vez que una mujer despierta, esa terrible realidad sigue ahí.

En tiempos como los que vive Cuba, las alarmas se disparan más de una vez desde las redes sociales e, incluso, en los propios medios de comunicación. Asistimos a una reconfiguración del escenario socioeconómico con visible reemergencia de la publicidad —no necesariamente la bien pensada— y que ahora vuelve a tomar auge ante la conformación de un sector de negocios que utiliza sus “bondades” en el camino de la promoción y la venta.

Saltaron a la vista hace pocos días en la red social Facebook, cuando un grupo dedicado a promocionar contenido de bares y restaurantes en La Habana compartió una publicación de uno de estos establecimientos, donde otra vez el “foco de atracción al negocio” volvía a ser el cuerpo sexualizado de una mujer.

Junto a la foto desnuda para promocionar las copas, las palabras “mujeres” y “free (libre, gratis)” en un cartel concebido claramente para llamar la atención, la semántica visual entraba en un sórdido diálogo con la promoción de la “rifa de objetos sexuales”: la vieja fórmula de la publicidad de que el sexo vende.

Y no se trata de mojigatería. Que se rifen, vendan, promocionen objetos sexuales no debería ser tabú, porque el placer tiene miles de expresiones, la fantasía es permitida y necesaria y amarse a una misma, sola o en compañía es un modo de reconocer nuestro cuerpo y vivir también a plenitud nuestra sexualidad.

Hablamos aquí del conjunto y sus lecturas; de otra vez el cuerpo de una mujer en función de la mirada masculina, de que la representación visual que se nos muestra alude al sadomasoquismo —una práctica sexual válida en tanto sea consensuada— y se hace más grotesca porque la mujer aparece amarrada. Ni el cartel de marras es por asomo el único, ni el fenómeno es esporádico.

Más asombroso aún, si se sigue el debate generado en las redes, es la pasmosa naturalización de este lenguaje por muchas personas, e incluso la desidia con que otros pasan al post, reaccionan, “dan me encanta” y siguen sin que les genere mayores conflictos. Cada cual a su burbuja, en términos de algoritmo, y la vida sigue. Mientras, dejamos de entender que hay límites claros entre la libertad de expresión y denigrar a grupos o colectivos.

Violencias simbólicas sobre los cuerpos
Que la corporalidad juega un papel importante en la construcción de la desigualdad, ya lo explicó el sociólogo francés Pierre F. Bourdieu.

“(…) Diferencias en la piel o voz, rasgos claramente observables, se asimilan a las cualidades de sumisión y pasividad atribuidas como innatas a las mujeres. La apropiación es moldeada por las estructuras de dominación que las producen, convirtiéndose en violencia simbólica cuando en el mercado de bienes simbólicos son tratadas como objetos que circulan, colocándolas en un estado permanente de inseguridad corporal, es decir, de dependencia simbólica, donde existen por y para la mirada de los demás, como objetos acogedores y femeninos, así como sonrientes, simpáticas o atentas”1.

Este poder sobre el cuerpo no es ejercido solamente en el mundo de la publicidad, sino que atraviesa prácticamente todos los escenarios sociales. A menudo los cuerpos de hombres y mujeres son puestos en la escena cultural para representar roles, perpetuar estereotipos: ellos desde la masculinidad hegemónica, ellas desde el objeto de deseo/placer, el ideal de belleza u otras tantas zonas de reproducción de la lógica patriarcal.

Sin embargo, es justamente en la publicidad, por la magnitud de su alcance, donde los estereotipos son más globalizados y elevan la violencia simbólica a planos significativos. Sobran los ejemplos de grandes marcas que han normalizado en su marketing estereotipos de raza, clase y género.

La investigadora Diana María Mantilla explica en su artículo “Fue su tiempo, el de las mariposas: Isabel Moya, una vida dedicada a la comunicación incluyente”, publicado en 2019 en la revista colombiana Nómadas, que “el cuerpo femenino ha sido convertido en el espacio, en el símbolo, desde el cual se discrimina”; un tema sobre el que mucho investigó la feminista cubana Isabel Moya.

“Cuerpos fragmentados, sexualizados, normalizados en cuanto a talla y color, objetos de violencia desmesurada, están a la orden del día en los anuncios”, subraya Mantilla.

Los especialistas advierten que en la publicidad comercial se entrecruzan, además, otras discriminaciones como el racismo o por la orientación sexual, que cobran vida en un discurso sostenido que jerarquiza lo blanco sobre lo negro y el binarismo.

En opinión de la periodista feminista Lirians Gordillo, en el contexto cubano “esas piezas publicitarias preocupan, no solo por la reproducción acrítica —que pudiera ser leída como copia— de otras piezas y campañas publicitarias, sino porque también muestran la estatización criolla de la violencia machista y su ósmosis en códigos visuales considerados de ‘avanzada’ en el contexto nacional”.

Dicha reproducción del poder dominante sobre los cuerpos escapa de anuncios comerciales para cobrar vida también en videos musicales, dramatizados y llegar incluso hasta la búsqueda y ofertas de empleo, donde la lista de requisitos puede quererte “joven, rubia, de buena presencia, sin hijos… o mulata voluptuosa…”.

Los comportamientos sexistas se naturalizan desde la infancia y los vemos en la cotidianidad en bailes, vestuarios, prácticas… como conductas asumidas acríticamente o parte de la “moda”, como es el caso de los estudios fotográficos no estatales que promueven, desde hace años, una tendencia llamada “los miniquince”, donde a las niñas de 5 años de edad se les toman fotos en posturas erotizadas y sexualizadas, se les viste como adultas y se les confecciona un álbum previo a la celebración final de sus 15 años.

Cualquiera sea el medio o soporte donde se cosifiquen o sexualicen los cuerpos de las mujeres, al hacerlo se erigen en espacios de opresión que continúan reproduciendo violencias simbólicas y discriminación.

La construcción de una sociedad equitativa pasa por deconstruir estos discursos y llevar el ejercicio efectivo del principio de respeto e igualdad entre todas las personas, refrendado en la Constitución de la República, a las regulaciones del sector privado —que no pueden ser solo economicistas y fiscales—, y hacer que se cumplan también en el sector estatal e institucional.

Las herramientas –si bien no todas; algunas muy necesarias– existen: una Carta Magna que promulga la dignidad humana, un Programa Nacional para el Adelanto de las Mujeres, un Programa Nacional contra el Racismo y la Discriminación Racial; una Ley de reclamación de los derechos constitucionales ante los tribunales, y la ventaja que pudiera representar la Ley de Comunicación prevista en el cronograma legislativo del Parlamento cubano.

Como escribiera en Facebook Adis Castellanos, una de las usuarias que denunció el cartel que motivó este análisis: “La cosificación de la mujer en el marketing de establecimientos públicos es otro asunto y es muy serio”. Tomar partido es no solo urgente, sino consustancial a proporcionar a niñas y mujeres cubanas una vida libre de violencias.

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