jueves 28 marzo 2024

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Si Iguazú se seca

Los desafíos de Rio + Veinte.  Mujeres, clima,  alimentos.

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Las cataratas de Iguazú, en la frontera entre Brasil y Argentina, muestran en estos días  un espectáculo escalofriante: tan solo un hilo de agua baja de las rocas, donde desde siempre caían millones de litros de agua y estruendosa belleza, en medio de una fresca neblina. También esta catarata, una de las maravillas del mundo, sufre el estrago del cambio climático, consecuencia del exceso de emisión de gases con efecto invernadero (GEI) producidos por industrias y plantaciones. Un poco más al norte, en los estados de Bahía y Pernambuco, cuatro millones de campesinos y campesinas sufren la peor sequía que ser humano recuerde.

Hace veinte años, en este mismo país, se vivía con gran euforia la primera Cumbre de la ONU sobre el Medio Ambiente: Brasil se sentía orgulloso, como país del Sur del mundo, por ser anfitrión de esta importante reunión en donde se enfrentarían seriamente los problemas del planeta. Desde ese entonces, ha habido en el mundo cambios vertiginosos, entre ellos el rápido crecimiento de los países del BRIC (China, India, Brasil y Suráfrica).

En un cuarto de siglo el volumen de la economía mundial se ha cuadruplicado, beneficiando a millones de personas, pero el 60% de los ecosistemas, entre ellos los océanos, se ha degradado de manera irreversible, como indica el PNUMA (la Organización de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente), pues se han extraído recursos como si fueran ilimitados. Y es que los recursos naturales, no lo son. Tampoco los beneficios han sido repartidos equitativamente. Actualmente, 1 billón de personas (casi todas en el Sur del mundo) pasa hambre, y 2 billones (en el Norte del mundo y en las clases acomodadas del sur del mundo) sufren las patologías relacionadas  a un exceso de alimentación, como obesidad, diabetes, hipertensión y cáncer. Un evidente desequilibrio.

Entre los factores contaminantes, está creciendo de importancia la agricultura industrial, responsable del 22% del total de las emisiones de gases nocivos,  según el IPCC  (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático,) superando las que derivan del transporte.

Como sabemos, el ciclo del carbono (naturalmente absorbido desde el aire por las plantas y almacenado en la materia orgánica del suelo y la madera) ha permitido la estabilidad del clima por miles de años. Sin embargo, la agricultura industrial  ha alterado este equilibrio con la imposición generalizada de plantaciones de soja, palma de aceite, maíz o caña de azúcar para biocombustibles, que hacen gran uso de fertilizantes y pesticidas, empobreciendo gran parte del humus o materia orgánica de los suelos. Sin contar la quema de los bosques tropicales (los mayores sistemas almacenadores de carbono, con los pantanales) para expandir los monocultivos.

También la ganadería intensiva tiene efectos perversos sobre el clima, produciendo el 75% de emisiones de N20 (oxido nitroso), uno de los gases dañinos con efecto invernadero.

¿Quién paga las consecuencias del cambio climático? En primer lugar, las comunidades rurales, que deben enfrentar plagas y enfermedades desconocidas, sequías e inundaciones que destruyen cultivos, tierras y casas. Entre ellos, los cuatro millones de campesinos y campesinas del Noreste brasileño.

Entre los campesinos, las mujeres son las más afectadas: constituyen un cuarto del población femenina mundial (según la ONU) producen (según la FAO) entre el 60 y 80% de los alimentos en el mundo, pero poseen solo del 2% de las tierras. Las mujeres tienen escaso acceso a la educación y la propiedad, limitada en muchas legislaciones locales, desde India, África o Camboya, y sufren violencia en las relaciones de género. Los recientes informes de la ONU evidencian como el cambio climático y los problemas que trae exacerban la desigualdad de género existente.

En Paraguay, por ejemplo, se denuncian a la Secretaría de la Mujer al menos 7 episodios de violencia al día.

Las poblaciones rurales y los indígenas que viven en los bosques tropicales desde el Borneo hasta la Amazonía, se ven amenazados por la expansión de las plantaciones y de las compañías mineras, que requieren de más agua y energía, más petróleo, más tierras. Viven en la constante intimidación de desplazamientos a causa de la privatización y enajenación de sus tierras ancestrales, por la construcción de minas,  mega represas o grandes carreteras -como la Interoceánica en América Latina, que deberá conectar el Atlántico al Pacifico entre Brasil y Perú-, permitiendo a Brasil exportar a los mercados asiáticos su soja o biocombustibles. Los indígenas que se resisten a ser desplazados sin ser ni siquiera consultados o  compensados, son vistos por los gobiernos como “el perro del hortelano, que no trabajan y no dejan trabajar, y no quieren el desarrollo”, según expresó el ex presidente peruano Alan García. El mismo desarrollo que está llevando al suicidio el planeta.

Entre 1990 y 2010, las emisiones de gases GEI, en vez de disminuir, como proponía el protocolo de Kioto, han aumentado del 45%, llegando el año pasado al máximo histórico de 33 billones de toneladas  (datos del CCR, Centro de Investigación europea). Con muchas diferencias entre los países. Mientras la Unión Europea las redujo del 7%, Rusia del 28%, Japón ha permanecido igual, Estados Unidos ha subido del 5%, y los países emergentes aun más.

Mientras tanto, gracias también a las reglas del “libre mercado” que ha obligado a los países del sur del mundo endeudados a acuerdos comerciales inicuos, algunas empresas de producción y /o comercialización de alimentos de los países del Norte se han vuelto gigantescas. En la actualidad, “un puñado de compañías está tratando de controlar los recursos de la tierra y transformar el planeta en un supermercado”, denuncia la científica de India Vandana Shiva (que recibió varios premios de la ONU para el ambiente), “donde todo está a la venta: agua, genes, células, órganos, los conocimientos, y por ende nuestro futuro”.

No es casualidad que en la crisis financiera del 2008  las ganancias de las principales compañías agroindustriales y de comercialización,  especulando sobre los alimentos, se hayan vuelto estratosféricas.

En México, tierra de los Aztecas que adoraban Chicomecoatl, la diosa del maíz, recientemente los productores y productoras locales de este grano han tenido que

apelarse al presidente Calderón porque el gobierno importa a bajo precio el maíz de Suráfrica o Estados Unidos, sacrificando a la producción local. Los campesinos y campesinas  no pueden vender su producción directamente en los mayores centros de consumo porque las grandes compañías internacionales como Cargill y ADM (además de unas nacionales) detienen el monopolio de la comercialización, con la complicidad del gobierno. Ellas pagan precios bajos a los campesinos, y venden a precio alto a los consumidores. De este modo, 1 kg de tortilla, base de la alimentación popular, que costaba 6 pesos al comienzo del gobierno de Calderón, ahora cuesta en muchos lugares 14 pesos. El país que ha donado el maíz al mundo se vuelve hambriento.

En fin, ya no es tiempo de irse por las ramas. Hay que tomar conciencia de la dramaticidad del momento, y buscar soluciones, avisan las asociaciones de ecologistas, de mujeres y hombres campesinos, y las organizaciones indígenas. Las soluciones existen, si hay voluntad de compartirlas, y son diferentes a las escogitadas hasta ahora por los países más poderosos y más contaminadores, como el “mercado de carbono” y la “economía verde”.

El mercado de carbono ha sido presentado en Kioto como una modalidad eficaz para descontaminar el aire. Pensado por la economista argentina Graciela Chichilnisky en 1993, debía a la vez apoyar los países del Sur y limitar las emisiones en el Norte. Permite el canje de bonos de carbono (el derecho a emitir una tonelada de  dióxido de carbono) con un CER (Certificado de Emisiones Residuas). Es decir, una tonelada de CO2 que se deja de emitir cumpliendo alguna acción virtuosa como reforestar areas degradadas, limpiando lagos o ríos en el Sur del mundo. En la práctica, los gobiernos asignan permisos a enormes contaminadores industriales, siempre que compren tal derecho a otro que contamina poco o nada. El derecho a contaminar cuesta algo, pero no se exige disminuir las emisiones, al contrario. En estos días, una ley en Estados Unidos, eleva del 1,3 % la posibilidad de emitir gases contaminantes para las empresas productoras de energía.

Los resultados están tristemente a la vista de todo el mundo.

En 2009 Obama, en plena crisis financiera, propuso la economía verde para relanzar la economía americana en recesión. También UNEP pidió a los gobiernos favorecer el Global Green Deal, la gradual transformación de la producción de energía hacia fuentes limpias.  Para ellos son necesarios inicialmente subsidios gubernamentales, como los que se están practicando en Alemania o en la Unión Europea. El problema es la incompatibilidad con los actuales mecanismos  del comercio internacional definido por el WTO (World Trade Organization), absolutamente arbitrario. Por ejemplo Estados Unidos puede subir los aranceles para la importación de paneles solares chinos, para defender su producción, o subsidiar la producción de su maíz, que, abaratado, invade México o Perú, afectando gravemente a los campesinos locales, pero ellos no son defendidos por sus gobiernos. Solo recientemente la FAO ha comenzado a discutir el principio de la soberanía alimentaria, es decir el derecho de los pueblos, antes que nada, a producir alimentos para subsistir, antes que exportar.

Está claro que los mecanismos del mercado han fracasado en la protección ambiental.  El camino es otro, señalan las mujeres del movimiento indiano Navdanya, el Slow Food, o el movimiento internacional Vía Campesina, que aúna millones de campesinos y productores del mundo,  (http://viacampesina.org/sp/). Hay que abandonar el modelo industrial de producción, sustituyéndolo con la agricultura sostenibile de pequeña escala y el consumo local de alimentos. De esta forma se reduce el uso de plástico, la refrigeración, los gastos de transporte. Juntando animales con los cultivos, se reduce la emisión de metano y oxido nitroso de los cerros del estiércol y lagunas de purines, y se recupera poco a poco el humus de los terrenos.  Hay que disminuir también el uso de carne, que necesita gran cantidad de agua, tierra, energía y vegetales para su producción.   De esta forma, la agricultura puede sanar a la tierra, y enfriar el clima.

Se prevé que la Cumbre de Río + Veinte, con la presencia activa de movimientos sociales en la Cumbre paralela a la de los gobiernos, será muy efervescente.

El Foro de Mujeres líderes será uno de los grupos que hará un llamado para la acción, recogiendo propuestas prácticas para la sostenibilidad y la erradicacion de la pobreza.

 Una herramienta clave, en esta batalla inicua entre los poderosos representantes de una economía contaminante y excluyente, y la mayoría del mundo, que vive de la naturaleza,  es el acceso a los medios de comunicación para sensibilizar y movilizar. Internet y las redes sociales siguen siendo la única plataforma gratuita y potencialmente más incisiva. Es preciso apoyar a proyectos de comunicación social, conectar a la academia con estos grupos, formar redes de periodismo ambiental y de derechos humanos a nivel internacional.

Como señala el argentino Pérez de Esquivel, (premio Nobel de la Paz 1985) la lucha tan vital de las mujeres que se están posicionando en varios ámbitos, desde la ciencia a la política, juntos con los movimiento de los jóvenes, que reivindican una “democracia real ya”, son un signo de esperanza y abren caminos de liberación colectiva.

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