OPINIÓN
En estos tiempos difíciles, quienes tenemos ese deseo ferviente de seguir haciendo lo nuestro a duras penas (el periodismo), se nos pone a prueba casi a diario, ya sea a través de las escasas libertades de las que gozamos bajo la tutela de las grandes corporaciones, ya sea por el sopor de no hacer noticia sino repetirla.
O porque realmente nunca nos planteamos los rigores de estas vidas vocacionales, donde la riqueza o el bienestar económico es una especie de quimera a la que pocas veces se accede por “vía natural”.
Cuando tenemos claras las reglas del juego, es cuando podemos “trampear”: hacer lo que nos gusta, con herramientas que sabemos utilizar, en medios que nos gusta nutrir y a sabiendas de que lo que quieres es transmitir algo: una noticia, un acontecimiento, una perspectiva de las cosas que vemos como en un poliorama de tres dimensiones.
Y hay diversas formas de “trampear”: seguir tus ideas y proyectos tratando al menos de que se hagan realidad, o sumarte a otros, que refuerzan tu espíritu (si cabe tener alguno), tu creatividad y -sobretodo- tu sintonía con otras personas, con diversas realidades y con el único rasgo humano que me gusta destacar y desarrollar: la empatía.
En mi caso (y me perdonáis que hable en primera persona, pero así es como me ahorro la alta probabilidad de demandas) y durante estos meses, se me ha otorgado el privilegio de hacer parte de un grupo de lo más humano, para una fecha de lo más significativa, colaborando con una plataforma catalana de entidades que trabajan al entorno del VIH/sida en una campaña que -como cada año- refleja el ánima de estas gentes, motores de una sociedad que se me antoja buena, que me rehace la comunión, y que me asoma a diversas realidades que deseo transmitir, porque nadie puede quedar sin conocerlas.
El compromiso con el cambio posible viene después. Ahora, toca mostrarles lo que yo he visto.
Cada 1 de diciembre en todo el mundo, la gente recuerda a una epidemia que -sin control- se ha llevado a muchas, que hoy se ensaña con millones, y que clasifica a las personas infectadas entre personas que pueden acceder a la salud, y las que no. Es una pandemia cuyo dolor más profundo es el estigma y la discriminación, lo que provoca otros grandes sufrimientos para quienes conviven con el virus.
Para mi, el derecho a la información es inversamente proporcional al deber de informar, y más que informar, a contar lo que tienes la oportunidad de ver, de visibilizar lo que no cabe en galas o brillos de la más perfumada sociedad. De hacer patente el sufrimiento y las ganas de vivir de muchas personas que tienen miedo al hoy y al mañana.
Y me siento afortunada. Porque al trabajo ya no se le puede llamar tal: es una forma de vida, no una manera de ganársela. Es el hilo vital que recorre tus venas y que produce un latido permanente entre muchas personas. Es algo que se siente y a lo que no se puede renunciar, especialmente ahora, cuando en todos los flancos hay situaciones adversas, enemigas, que se enconan con quienes menos tienen, pero que más ganas de vivir llevan encima.
He llorado y tenido pesadillas pensando en las situaciones de ONGs endeudadas, de personal que retira sus ahorros para dejarlos a la entidad en la que trabajan para seguir prestando servicios a quienes más lo necesitan. He visto como la gente de estas entidades comienza a hacer jornadas triples, para conseguir dinero de un lado para llenar sus ollas y seguir sirviendo a nivel voluntario y profesional, porque no han cobrado desde hace meses, pero saben que sus labores nadie más las hará y que muchas vidas estarían en peligro si dejasen de hacer lo que tan bien saben. He visto cerrar ONGs, con el dolor de perder todo un recorrido, haber funcionado, haber velado por el derecho a la salud de las personas, haber dado voz a quienes no la tenían. He visto cerrar entidades, y la desesperación de sus personas usuarias.
He visto la exasperación justificada ante las burocracias más extremas. He visto a estas personas del tercer sector manifestarse sin miedo frente y detrás de las cámaras, con su verdad por delante, con la idea de que aún se puede conmover a quienes nos gobiernan.
Y he visto resultados. He visto y oído de las bocas de quienes nos representan que se han impregnado de lo que entregan estas entidades: el trabajo de calle, de tú a tú en prevención, de la entrega incondicional a un objetivo, por muy difícil que sea: “llegar a cero”. He visto el cambio en los ojos de quienes nunca vemos sin máscaras. Los he visto brillar por la responsabilidad que asumen y que pesa, por palmar de primera mano la necesidad de viajar con cuidado por los territorios de la vida. He visto lágrimas no derramadas, sujetas a la fuerza del protocolo parlamentario, asomarse ante el recuerdo de algún amigo o amiga que habia muerto de sida. He visto “empatía” en quienes no creía que hubiese.
Y he tenido suerte. Soy periodista. Me toca narrar lo que muchas personas no conocen o ni tan sólo intuyen. Soy periodista, y estamos haciendo historia, dejando atrás la ingratitud cotidiana y teniendo cintura contra las adversidades, recortes y crisis varias.
Muchas personas ya no creen en que algo se mueva en nuestra sociedad. Les puedo asegurar que los rios de cambio social fluyen como nunca, arremeten, cambiando la fisonomía de lo establecido, pero sobretodo, corren sin violencia, sin aspavientos, pese a las paredes y obstáculos a que son sometidos, pese al olvido arbitrario. Pese a todo.