OPINIÓN
El último artículo escrito por María Galindo está siendo muy criticado en las redes sociales. La autora de éste, Valeria Canelas, escritora y migrada boliviana, hace una pertinente lectura del criticado y por eso la reproducimos.
Me gusta mucho como escribe María Galindo. Hay columnas que ha escrito estos años que han logrado emocionarme como pocas lecturas de la coyuntura política y de la sociedad boliviana. Me gusta también como habla, pero a veces me produce cierto resquemor su forma de interlocución, en ocasiones con cierto deje autoritario. Me parece que su función de agitadora cultural y de impulsora de espacios políticos colectivos es potentísima, a pesar de cierto afán de protagonismo que, en ocasiones, se desborda. El “yo he dicho, yo he escrito, yo he creado”, debería estar desterrado de cualquier espacio con vocación de lucha colectiva. Pero esto dista mucho de ser realidad, ya sea en Bolivia o en España, ya sea en Mujeres Creando o en el 8M.
Dicho esto, pienso que la lucidez política que ha mostrado Galindo para leer lo que ha pasado en estos meses de crisis en Bolivia, para identificar muy claramente la reconfiguración de las fuerzas, ha sido realmente admirable. Sobre todo porque ha sido capaz de actuar en consecuencia e, incluso, atenuar su discurso de la rabia y potenciar el de la esperanza y el afecto, impulsando espacios como el Parlamento de las Mujeres.
Personalmente, pienso que los parlamentos que se han celebrado y que se van a seguir celebrando son uno de los espacios políticos más importantes que se han abierto en esta crisis. No sólo ahora, para navegar la preocupante coyuntura, sino también para trazar un horizonte de lucha colectiva feminista, ecologista, indígena y estudiantil que va a ser determinante en los años por venir.
Me gustan los retratos que María Galindo ha escrito de Eva Copa (presidenta del Paralmento boliviano) y de Jeanine Áñez (presidenta de Bolivia), por el cual ahora le están lloviendo las críticas. Me parecen infinitamente más efectivos que la carta que le escribió a Adriana Salvatierra (ex presidenta del Parlamento), de la que ahora podría escribir uno de estos textos, si es que no lo ha hecho ya.
Me sorprende que un retrato con cierto tono costumbrista, con profusión de descripciones y licencias poéticas, se lea desde la más absoluta literalidad. Un retrato que se realiza a partir de lo verosímil no necesariamente pretende ser una representación “verdadera” del personaje en cuestión, suponiendo que esto fuera posible.
Como cualquier lector o lectora de novelas sabe, la potencia de un personaje individual es que, precisamente, en ciertos episodios de su vida, en la conformación de su psicología y de sus gustos, en el complejo entramado de sus afectos y rencores, se contienen muchos elementos comunes. Del retrato de un personaje se pueden extraer los rasgos concretos de una época, las tensiones socioeconómicas de la sociedad en la que se desarrolla, las marcas de la clase social a la que pertenece. Especialmente para esto último la descripción juega un rol fundamental, como bien sabía Balzac. En la psicología de un personaje podemos trazar el mapa de nuestras propias emociones. Cada personaje es, en cierta forma, universal, de ahí que podamos identificarnos con historias que leemos y que transcurren en Japón, en Haití o en Noruega.
Un retrato biográfico es también, como bien sabía Lytton Strachey, una potente herramienta de crítica al poder, que es lo que Galindo hace en el retrato de Áñez. Lo podría haber hecho mediante una sátira o una parodia, pero ha elegido un retrato que imagina la forma que su retratada ha tenido de negociar con el poder patriarcal. Y francamente alcanza unas imágenes muy sugerentes e, incluso, descarnadas.
Este texto es una crítica al poder en todos sus aspectos y sus genealogías, y así debería ser leída en lugar de despolitizar el escrito reduciéndolo al absurdo del supuesto “rencor” que Galindo le pueda tener a Áñez. La relación que se tiene con las personas que ocupan un lugar de poder no puede reducirse a las filias y a las fobias, a los rencores y los endiosamientos.
En primer lugar, el retrato de Galindo es una crítica al poder institucional que ejerce Áñez como presidenta de un gobierno que se está extralimitado en sus funciones desde el día 1 y que ha cometido y comete múltiples atropellos y violaciones a los derechos humanos. Rol crítico que, como todos saben, Galindo ha desempeñado activamente con el gobierno del MAS (partido de Evo Morales). ¿Por qué debería dejar de hacerlo ahora?
En segundo lugar, es una crítica a determinados mandatos sociales y a la violencia con la que se disciplinan los cuerpos a partir de normas hegemónicas, tanto de belleza como de comportamiento, en un territorio concreto: el Beni.
La religión, como en todo lado, cumple un rol fundamental en este disciplinamiento que, por supuesto, no es absoluto porque al final el cuerpo y sus pasiones son ineludibles. Así que la única forma de sostener esa complicada tensión entre la mojigatería de la moral cristiana y el deseo que atraviesa los cuerpos es evidentemente el arte del disimulo y la sonrisa.
Galindo traza una trayectoria imaginaria para Áñez que, de esta forma, deja de ser Áñez y se convierte en una más de las mujeres benianas sobre las que recae el peso del deber ser en una sociedad patriarcal que les exige cumplir unos cánones imposibles (y occidentales, de ahí la importancia del tinte de pelo rubio) de belleza para convertirse en objetos de deseo, a la par que las somete al mito de la virginidad cristiana y sus derivados. Ahí radica la potencia política de este retrato individual: en su capacidad de reflejar una colectividad atravesada por múltiples contradicciones que, en última instancia, resuenan con temas universales.
Hacer una crítica de las estructuras patriarcales que constituyen las manifestaciones culturales y que condicionan las formas de relacionamiento en determinado territorio, ¿es ejercer discriminación? Francamente, me parece una lectura bastante peligrosa porque puede llevar a censurar la tan necesaria crítica.
Mi madre es de un pueblo bastante cercano al de Jeanine Áñez y vivió ahí hasta aproximadamente los 20 años. Gran parte de mi familia materna vive ahí.
La parte en la que Galindo rememora una infancia imaginada de la presidenta es mi favorita en ese retrato porque, justamente, me ha recordado muchísimo a los relatos de mi madre cuando evoca con nostalgia infinita su niñez, trepándose a los árboles para comer naranjas, mientras una joporojobobo se descolgaba peligrosamente de una rama cercana, corriendo descalza mientras huía de un torito. Ese correr descalza como una muestra de una infancia feliz y despreocupada a pesar de la pobreza, a pesar de la violencia y los mandatos de belleza de una sociedad patriarcal en donde todo el peso recae sobre la mujer, me parece la imagen más hermosa del retrato de una niña beniana cualquiera que puede ser Áñez, mi madre, sus amigas, o que, en un pasado imaginado, podría ser yo misma. Ver en esta descripción un supuesto lugar de superioridad de quién escribe es una equivocación. Yo prefiero verla como un homenaje a esa comunión con la naturaleza, con la tierra, que es una de las cosas más potentes que tiene el Beni.
Pero el escrito es también una denuncia de los mecanismos de disciplinamiento de los cuerpos de las mujeres en una sociedad tan rígidamente patriarcal como la del Beni. Y yo, habiendo sido educada por una mujer beniana que, inevitablemente, reproducía esos mecanismos de control sobre su hija, agradezco infinitamente esa crítica. Porque, de alguna manera, ese deber ser me condicionó y fue ese implacable mandato de moralidad cristiana, belleza y pretendida castidad frente al que me rebelé con todas las herramientas que pude.
Así que sí, el último escrito de María Galindo me ha parecido muy efectivo, tanto para interpelar a quien se encuentra en un lugar de poder, ejerciéndolo además de forma arbitraria y cuestionable, como para hacer una necesaria crítica a la sociedad patriarcal del Beni y sus distintos niveles de violencia.