Foto base: Nathan Cowley
Es la última semana del verano y cuántas caras cansadas de mujeres y hombres, pero sobre todo, de mujeres que cuidan. Entre ellas, la mía.
Soy parte de una gran masa de cuidadoras y cuidadores que intentamos aportar y producir, sin que por eso nos sea más fácil cuidar. Cuidar personas, espacios, cuidar de la salud mental propia y de las ajenas. Cuidar la economía familiar, lo que usualmente atenta contra todo lo que se tiene que proteger y mimar.
Se supone que el verano es el momento de reconectar con tu ser después de un año dándolo todo, cuando muchas empresas e instituciones empiezan jornadas intensivas, el premio de la lucha de mujeres que, con sindicato o sin él, consiguieron algo que nunca se había soñado hace 50 años: que se reconociera la violencia que significaba el hecho de tener que abandonar a las personas que dependen de sus cuidados, las más vulnerables, trabajos de cuidados que han sido herencia de las mujeres por acuerdo clásico y tácito del patriarcado.
¿Te acuerdas? Tu madre o tu abuela tenían que ir a trabajar las mismas horas que los hombres o más, porque ganaban menos, hombres que cuando llegaban a casa se encontraban con todo hecho, alimentado, limpio y ordenado. En lo posible, se tenían que encontrar con todo ya invisible en sus ojos: niños en la cama o a punto de caramelo, cenar hecho y servido, ropa plegada y guardada, juguetes recogidos. Cocina limpia y ordenada, como si no se hicieran en esta habitación 4 comidas diarias cada día. Y ya pensado y avanzado el menú de mañana, el bocadillo del desayuno, la leche de primera hora… Menos mal que esto ya no pasa
Aquí quedamos nosotras: agradeciendo las jornadas laborales intensivas porque si no hubiera sido por ellas y hasta antes de la COVID, si no había abuelas o tías, los niños se tenían que quedar solos o nosotras sin trabajo o sin trabajo formal. Eso sí: la productividad no tenía que bajar. Menos horas, igual trabajo.
Hoy, ya no tenemos intensivas. ¿Para qué, si tenemos el regalo del teletrabajo? Dile tu “regalo”. Yo le digo el último “Caballo de Troya” del patriarcado, que atenta contra los derechos laborales (y otros) de las mujeres. Si, claro: nos quedamos en casa y trabajando con sueldo, pero mientras tanto y “con ilusión” con el acento y la cantilena de Rubianes (como le echo de menos…), cocinando, cuidando, limpiando, aseando y haciendo alguna pequeña obra postergada para “cuando haga buen tiempo”, pensando en qué hacer con las crías a la hora que baja el sol, que es cuando están todavía más insoportables, o para aprovechar de hacer la compra y tirar la basura orgánica, generando una ruta mental para no dejarte nada por el camino a la hora de cruzar la ciudad para buscar a tu niño al casal de verano, a pleno sol, corriendo para estar de vuelta para la reunión que tienes a las dos y dejarlo todo listo antes, que tienen que comer para que no vengan cada cinco minutos a interrumpir diciéndote “mamá, tengo hambre… tengo sed”, mientras de no tan lejos sientes “¡te odio! ¡Te mato!”, y correrás, porque con hambre son más irascibles y tienes que ir separando a los hermanos para que no se saquen los ojos, intentando recordar si tienes preparada la reunión, y en qué momento tu vida cambió para convertirse en esto que estás sufriendo desde las 7 de la mañana hasta las 10.30 de la noche, hora en la cual -con suerte- quienes denominas “tus personas estimadas”, están en su cama, después de tener que hacerles masajes, porque ellos te lo piden y porque si no lo haces te sientes una miserable y piensas que algún día te arrepentirás de no haber tenido este contacto, además de lo que te arrepientes a diario por cada grito y amenaza desplegada a lo largo de la jornada.
Hace meses que tienes preparadas las vacaciones, donde las amigas juegan un rol fundamental, porque no tienes capacidad de ahorro. Y te repites “no te quejes: tienes teletrabajo. Eres una cisheteroprivilegiadablancaycolonialista”. Te has reproducido y tenías que saber que nadie ni ningún estado tiene por qué velar por tu salud económica y mental estos casi tres meses (en realidad más de cuatro, si sumas Semana Santa y Navidad) sin conseguir que tu gente pequeña siga ningún tipo de rutina, con el bombardeo permanente de las pantallas y tu guerra personal contra ellas y la culpa intransferible de delegar un rato tu maternidad, por favor, en estas fuentes de luz no aptas para epilépticas, con sus advertencias sobre contenidos de violencia, consumo de tabaco, de alcohol, y de lo que no te advierten: ideas y valores de mierda, etc.
También has de lidiar con tus culpas por haber cedido al consumismo como medicina para acallarlos un rato, lo cual dura como la pistola de agua comprada en el bazar de porquerías del centro, es decir 5 minutos, y que Joan tiene una más grande y mejor, que la mama de Irene es súper y que a Óscar le pagan unas colonias de inglés de 15 días en una casa rural con piscina y tú no le dejas ni siquiera instalar el Minecraft en tu móvil.
Mientras tanto, tú concilias y ves tu vida pasar lenta e inevitablemente.
Cuando viene tu pareja, pobrecito, viene cansado. No tiene ninguna posibilidad de hacer teletrabajo, o sí, pero realmente no te has enterado.
Acaba a las tres porque es funcionario. Hoy le esperas a él para que prepare algo para comer (a los niños les das la comida antes, que con esto de la reunión a las 2…). “Ya cocino yo” y se pone a hacer pasta o algún otro menú con carbohidratos al 100% por cuarto día consecutivo, que lo hace superbién, que es su plato estrella, mientras tú lloras por tus lorzas y por la baja autoestima fruto de una nutrición no apta ni para adolescentes de quince años, pero estás agradecida de que cocine. A los niños tienes que hacerles siempre una cosa diferente para que se lo coman, que tienen muchas manías, no como cuando van al comedor de la escuela, que se lo comen todo sin protestar. Y con esto de la reunión que acabó hace cinco minutos… Y ya se sabe: las manías, a casa, como los trapos sucios y la conciliación.
Le preguntas después de acabar el plato de pasta (que porque negarlo, le queda bien), que qué hará por la tarde con ellos, dónde los llevará. “Bien, puedo llevarlos a una reunión del sindicato, si quieren”. “¡De coña! ¡Yo creo que ya se están poniendo los zapatos para acompañarte!” Y te vas pateando el suelo a terminar de recoger la cocina, porque claro, él ha cocinado y que por qué voy enfadada cada día, que ya está bien… Ya sabes que él tiene cosas importantes que hacer y que si no te importa, a él le gustaría ir, pero él irá solo si tú estás de acuerdo, que faltaría más. Y te entra la culpa y le dices “ve, pero vuelve tan pronto como puedas”, y llega a la hora de cenar diciendo “ya cocino yo”, cuando lo que hará serán unas tostadas o pizza. Para lo cual, ya te avanzas tú y como no tienes nada más que hacer que separar a las criaturas para que no se maten, que tengan leche para el desayuno, cerrar vacaciones de los quince días de un mes, quince del otro, para ir donde amigas y familia (en este orden) y dejar cerrados temas de militancias, trabajo, ver qué amiga se queda estas 4 semanas con los gatos y la casa y sus plantas, y dejarle todo impecable para cuando llegue esta compañera de vida de buena voluntad no se encuentre con el estercolero de cada día hacia las 22:45. (que no se me olvide que se acabaron los huevos y queda poca leche. Papel de váter. Servilletas. Arena de gatos). Hablar con mi amiga-vecina a ver si nos puede ir a dejar al aeropuerto a las 5 de la mañana y, a cambio, hacer lo mismo por ella cuando ella se vaya a pagar sus propias culpas llevando a sus niños a un camping en Italia. Sí. Un camping en Italia. (cumpleaños de fulanita y menganito. Regalo. Fiesta infantil. Relajante muscular. Cebollas y patatas. Que el niño ensaye violoncelo).
Y acabas la última semana de SUS vacaciones con sentimientos contrarios entre culpa y asco por tu persona y por el sistema: por cómo acabas más gorda, más infeliz, desgastada, asfixiada, peor persona y amiga, mala trabajadora y profesional, a pesar de haber estado conciliando todo el verano. (Llamar servicio técnico de la lavadora).