jueves 27 junio 2024

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Las formas cambian, pero no el fondo

Por Maria Àngels Viladot

Ha muerto François Hardy. En la época de mi juventud, la de los años sesenta y setenta del siglo XX, pensábamos que habíamos superado al fascismo. Como si, con la Segunda Guerra Mundial, con el nazismo de Hitler y el holocausto, nos hubiéramos inmunizado para siempre. Aires de alegría y arrebato. De confianza en la vida. Vientos de democracia y libertad. Ç’est le temps de l’amour, como cantaba François Hardy. Pero no, el fascismo nunca desaparece, renace (se abre paso a codazos) cuando la coyuntura le es propicia. Hoy en día, las circunstancias en Europa le son favorables y, como ocurre en el cuento de Perrault, el lobo disfrazado de Caperucita ha mostrado, finalmente, sus garras. El análisis estadístico de los resultados de las elecciones europeas muestra que un gran porcentaje de los chicos ha votado partidos de signo ultraderechista y derecha conservadora. Además, las diferencias respecto al voto de las chicas son estadísticamente significativas. Las jóvenes se han decantado por las izquierdas. ¿Por qué? ¿Cuáles son los motivos? Los analistas dicen que los jóvenes, más que las jóvenes, viven angustiados porqué perciben un futuro incierto. Porqué se encuentran atrapados en un callejón sin salida, también emocional. No sólo no llegan económicamente a fin de mes (por así decirlo), no sólo están en el paro o los trabajos son precarios, no sólo reflejan falta de valores y entusiasmo, sino que, también, sienten amenazado su poder secular sobre las mujeres. El prototipo de masculinidad construido por el patriarcado está socialmente cuestionado (menos de lo que quisiéramos) y estos jóvenes votantes de derechas extremas perciben en peligro su autoestima basada en la superioridad del género masculino. ¿Qué les ofrecen la ultraderecha y la derecha conservadora para que se cuelguen de sus idearios? ¿Cuáles son esos idearios?

En el siglo IV (D. d. c.), el emperador romano Constantino el Magno, influenciado por su madre, santa Helena, se convirtió al cristianismo. En realidad, la conversión del emperador fue un cálculo político con el único objetivo de afianzar su poder. Supuso un impulso al cristianismo que ha durado hasta nuestros días. La religión cristiana, como otras religiones, es utilizada por el Poder (por grupos de poder y de gran parte de la Iglesia), que juega con los miedos de la gente a lo desconocido o amenazador. También la Iglesia ofrece esperanza a los oprimidos, prometiéndoles vida eterna. Claro, siempre que sean fieles devotos y, por tanto, se sometan a las leyes eclesiásticas. Este impulso del cristianismo por Constantino el Magno (que ha impregnado la cultura occidental), potenciando los valores de la sociedad que interesaban a las clases dominantes (la realeza, la nobleza, el clero…), ha ido perdiendo fuerza, lógicamente. En la antigüedad las incertidumbres eran sobre todo metafísicas; la Tierra era plana, los terremotos, los truenos, los rayos, podían ser castigos de Dios. Todo eran milagros. Y las supersticiones encauzaban el comportamiento. La Iglesia construía y mantenía su poder induciendo miedo con amenazas de castigos divinos y creencias sobre los ángeles, los demonios y el infierno. Quien no acataba sus ideas y dogmas de fe, estaba en pecado y era excomulgado, castigado y arrojado a las tinieblas. Pero hoy en día estas formas de poder monolítico no tienen sentido y se han ido  substituyendo lentamente por otras formas adaptadas a nuestro tiempo y representadas por las ultraderechas y las derechas conservadoras. Estas instituciones políticas defienden valores reaccionarios y el status quo de la clase dominante. Para expandirse, juegan con las inquietudes que producen las incertidumbres del mundo; engendran enemigos modernos —los inmigrantes, los extranjeros, las mujeres que cuestionan la supremacía secular masculina…— y fomentan el odio hacia estos enemigos. Los culpabilizan del malestar que sienten las capas media y baja de la sociedad y se presentan ante estas capas como los salvadores de los infortunios que aquellos enemigos les causan. Prometen salvarlos de la inseguridad y de la lluvia de incertidumbres que conllevan el neoliberalismo y la complejidad del mundo. Los razonamientos que utilizan son pueriles porque la razón no interesa, interesan exclusivamente las emociones, que manipulan convenientemente. Sirva de ejemplo la queja europea debido a la subida de alquileres y las enormes dificultades para tener una vivienda. Estos estamentos políticos ultraderechistas se aprovechan de estas situaciones (que la gente tenga o no tenga vivienda les importa un rábano), se colocan como líderes de la queja y la gente se añade para chillar con ellos. La crisis de la vivienda es una especie de alfombra roja a los discursos ultraderechistas y populistas; tanto es así que la ultraderecha sube cada vez más en intención de voto.

En cuanto a los discursos que enarbolan en contra de las feministas ¿no incentivan indirectamente el maltrato, las palizas, los feminicidios? De hecho, las culpabilizan de que los hombres sientan su masculinidad amenazada (las culpabilizan de esto y de otras muchas cosas). Estas acusaciones que la ultraderecha y la derecha conservadora hacen a las feministas sacuden emocionalmente una gran parte del género masculino, el cual se siente inducido a poner a las mujeres «en su sitio». Sobre todo espolean indirectamente la ira de los barones educados en el bloque de creencias  que define lo que es ser «un hombre de verdad»; a los que sienten su virilidad amenazada.

Las derechas defienden el statu quo  de los hombres y nunca pondrán el enfoque en los cambios que son necesarios en el género masculino y en el concepto que  delimita cómo debe ser este «hombre de verdad», un conjunto de creencias inventado por el patriarcado basado en el sentimiento de propiedad y dominancia sobre las mujeres y los hijos, y en chorradas como el honor, etc. Como si pensaran que ellas se lo han buscado. Luego que no se quejen de que los varones las controlen, las maltraten, las asesinen… ¡Que se atengan a las consecuencias!

Además, a estas capas de la sociedad (las capas baja y media) les ofrecen el cobijo de una élite social encarnada por ellos; el cobijo de un mundo de superioridad al que podrán sentirse pertenecientes. «Si nos votas formarás parte de un grupo superior que te proporcionará para siempre jamás un sentimiento de identidad positiva». Pero del que, de facto, nunca formarán parte porque las barreras de los grupos de poder de derechas (igual que las barreras de todos los grupos de poder) son firmes e impermeables. Sin embargo, esto no es lo importante; lo importante es sentirse perteneciente a un grupo de éxito porque ello ilusiona la autoestima amenazada, la levanta, la enarbola. Los ultra son sus salvadores: se enfrentarán a sus enemigos, a  aquellos que les roban el trabajo, a  los que amenazan su autoestima de clase, con deseos de ascendencia social; también los salvarán de la escoria de las feministas… Realmente un puzle maquiavélico con el objetivo de cazar los egos más débiles y, por tanto, más manipulables; los egos «tocados», los que tienen la autoestima por los suelos, los que se enfrentan a un futuro incierto, pero también los egos enrabietados. A los narcisistas, que necesitan sentirse exclusivos y superiores. Sin duda, todo un plantel de jóvenes emocionalmente maniobrables; un plantel del cual se alimentan las ultraderechas y las derechas conservadoras para su exclusivo provecho.

Es necesario potenciar políticas de base humanista, las que anteponen la persona al interés económico o de estatus social. No estoy diciendo que no haya problemas, hay  muchísimos, demasiados. No digo que tengamos que aceptar valores decimonónicos que nos llegan de otros países. Valores que menosprecian a las mujeres y las acallan en un rincón, bajo el yugo de la obediencia. Al contrario.  Lo que digo es que la persona debe estar siempre en el centro de la humanidad.

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Maria Àngels Viladot

Doctora en psicologia i escriptora.
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