OPINIÓN
A raíz de la masacre del pasado viernes 15 de marzo en Christchurch, saldada con cincuenta personas asesinadas y casi un centenar de heridas —la mayor parte migrantes o refugiadas— Jacinda Ardern, primera ministra neozelandesa, ha tenido un comportamiento político inusualmente valiente y ejemplar que ha tenido la virtud de mostrar que es posible otra forma de hacer política.
Al día siguiente, sábado 16, se reunió con una representación de la comunidad musulmana y confortó a víctimas y a familiares en un acto celebrado en una mezquita. Se presentó cubierta con un hiyab, única manera de entrar en un templo musulmán. Los ojos llorosos iban más allá de la empatía, transmutaban una actitud asociada a la debilidad, la fragilidad, la vulnerabilidad y el dolor, en un gesto valiente repleto de respeto y entereza. ¿Qué no daríamos por ver a un fuerte Donald Trump llorando por las aflicciones de la gente migrada parada en la frontera? Como nos reconfortaría ver a un fortalecido Matteo Salvini lloroso por alguna de las muertes del Mediterráneo.
Foto:NurPhoto via Getty Images
Dos declaraciones de Arden pueden reconciliarte con el quehacer de la clase política. La primera, cuando Trump le pidió qué podía hacer para aliviar el batacazo que había sufrido Nueva Zelanda y Arden le contestó que tuviera simpatía y amor hacia todas las comunidades musulmanas. La segunda, la frase They are us, en referencia a las personas de las comunidades afectadas por el ataque, en general migrantes o gente refugiada de Pakistán, India, Malasia, Indonesia, Turquía, Somalia, Afganistán, Bangla Desh y Siria. Con esta frase quebró el extendido binomio que tanto daño ocasiona; en definitiva, dejó de criminalizar las diferencias.
Martes 19, Ardern, para empezar, inició su discurso en el Parlamento con el saludo árabe salam aleikum (‘la paz sea con vosotr@s’) y durante la sesión prometió no nombrar nunca más al autor de la matanza. Cuando ella hable no tendrá nombre y puso de manifiesto, en cambio, la necesidad de nombrar y así recordar a la gente asesinada. No anula el crimen pero en cierto modo pone al criminal en su sitio. Como bien sabemos las mujeres, lo que no tiene nombre no existe.
Jacinda Ardern ha tenido un comportamiento político inusualmente valiente y ejemplar que muestra otra forma de hacer política.
Al cabo de dos días, jueves 21, la primera ministra aseguró que se prohibirá de forma inmediata la venta de fusiles de asalto y las armas semiautomáticas de estilo militar y paralelamente habría medidas provisionales para evitar una avalancha de compras antes de que entrasen en vigor las nuevas medidas. Justo lo contrario de lo que propugnan, por ejemplo, Trump para EEUU, Jair Bolsonaro para Brasil, Salvini para Italia o Vox en España. Una política en las antípodas.
Una serie de claras medidas políticas que se ajustan como anillo al dedo con lo que entiende por política Zuzana Caputová, la abogada ecologista que acaba de ganar —30 de marzo— las elecciones a la presidencia de Eslovaquia con un discurso anticorrupción y europeísta.
La decencia en política no es una muestra de debilidad sino que puede ser nuestra fortaleza.
Caputová, una política geográficamente en las antípodas de Ardern, pero tan cerca en el modo de encarar las políticas que se necesitan. Si, cuando ya era primera ministra, Ardern tomó las seis semanas de baja maternal que le correspondían por parir a su hija (a quien llevó a la Asamblea General de las Naciones cuando tan sólo tenía tres meses) y previamente tildó de totalmente inaceptable la pregunta de si planeaba tener criaturas que le hicieron horas después de convertirse en primera ministra, Caputová recién elegida presidenta comenzó su discurso en las cuatro lenguas más habladas de su país: eslovaco, húngaro, romero y checo.
Sólo el uso del controvertido velo —un yugo bien amargo para tantas musulmanas— podría empañar el gesto de Ardern. Son totalmente comprensibles las razones que la llevaron a ponérselo, además de su obligatoriedad cuando entras en una mezquita. Es difícil, sin embargo, no pensar en la heroica abogada iraní Nasrin Sotudeh.
Duele ver el cuerpo de las mujeres, o lo que lo envuelve: pañuelos, vestidos, cabelleras, etc., como un eterno y sangriento campo de batalla donde se dirime la libertad y los derechos humanos.
Sotudeh (de quien se habla tan poco) es una acérrima defensora de los derechos humanos y una luchadora contra la pena de muerte en Irán, fue galardonada con el premio Sájarov a la Libertad de Conciencia del Parlamento Europeo en 2012. Su quehacer es una denuncia constante del sistema judicial iraní. A finales de 2013 quedó en libertad tras cumplir tres años de una condena de once años y más de veinte de inhabilitación; durante el encarcelamiento realizó cinco huelgas de hambre para protestar por el castigo añadido de no dejarle ver a sus hija e hijo. Ha defendido, entre otras conspicuas personalidades, a su compatriota Shirin Ebadi, premio Nobel de la Paz en 2003.
Sotudeh (a quien se valora tan poco) acaba de ser condenada a treinta y ocho años de prisión y ciento cuarenta y ocho dolorosos y humillantes latigazos, según Amnistía Internacional una sentencia superior a la que estipula el Código Penal para estos casos y la más dura documentada contra un persona por defender los derechos humanos.
En vísperas de esta última detención, había logrado la puesta en libertad de Shaparak Shajarizadeh, una de las diversas mujeres que defendió detenidas en enero y febrero de 2018 precisamente por quitarse el velo, símbolo de sumisión, sometimiento y subordinación, un gesto considerado propaganda contra el sistema.
Duele ver el cuerpo de las mujeres, o lo que lo envuelve: pañuelos, vestidos, cabelleras, etc., como un eterno y sangriento campo de batalla donde se dirime la libertad y los derechos humanos. ¿Por qué nunca se exige a ningún político, a ningún hombre, que se vista como la otra, como el otro, para así honrarle?