Ya hace más de una década, recién terminado el bachillerato y sin poder cursar estudios en la universidad, que sigue siendo mi gran sueño por razones económicas, y dada la precariedad familiar -momentos de falta de comida, entrada de agua por el techo cuando llueve-, me embarqué en una aventura yendo de país en país, cruzando fronteras de alta peligrosidad, con el objetivo final de llegar a Europa.
Hoy más que nunca viven en mi mente aquellos días de frío espantoso en el desierto entre Níger y Libia, la soledad y la incertidumbre, el polvo que generaba el camión cargado de seres humanos como si fueran mercancías, la pelea en el camión pasando por los días de calor sofocante en el campamento improvisado antes del salto final a Europa en El Ayún de los traficantes de humanos, casi todos consumidores de droga, la sed y el hambre en el campamento, el golpeo de las olas que sembró terror, terror agravado por la memoria de aquellas amistades y de familiares muertos en la travesía, tanto en el desierto como en el mar.
Antes de asalto final no paré de pensar en los últimos momentos que pasé con mi familia, sobre todo el día de mi partida – mis tres hermanos dormían en la misma cama en la esquina de la habitación para evitar el goteo cuando llueve. Era agosto y llovía todavía. Se levantaron los tres, medio dormidos para despedirme. Toqué sus cabezas como despedida. Mi madre rezó por mí: “Dejo todo en manos de Díos”, eran sus últimas palabras y nos despedimos. Todos llorando. ¿Veré otra vez a mi familia? ¿Llegaremos o moriremos? ¿Por qué he venido? Estas eran algunas de tantas preguntas sin respuesta que pasaban por mi cabeza. Y las olas seguían golpeando fuerte. Repetí las últimas palabras de mi madre antes de nuestra despedida.
Reconozco que tuvo que pasar más de una década, y gracias al apoyo de una amiga que me decía: “esto lo tienes que escribir”, para tener el coraje de aceptar en primer lugar que hice esta travesía, que es más hacia la muerte que hacia esta Europa que veíamos como el “paraíso”. Siete días y noches perdidos en alta mar. Siete días y noches de frío intenso, de miedo, de oscuridad durante la noche, de hambre y sed, de recuerdos tantos buenos como malos. Pero por suerte tocamos tierra firme.
Para mí y muchos otros y otras que se arriesgaban el principal problema no era morir en el mar, con la llegada al “paraíso” ya no habría más problemas. Se podrían cursar los estudios que uno tanto deseaba, arreglar esa casa que goteaba, pagar estudios a los hermanos, evitar que falte comida en casa, casarse y tener hijos y un coche, en fin, vivir bien.
Pero para lograr el sueño europeo la persona recién llegada se enfrenta cada vez a más retos; como escribía Nelson Mandela en su libro Un camino nada fácil hacía la libertad, tras subir una colina, se descubre que detrás quedan más colinas. Del problema de alojamiento a la comida pasando por el miedo cada vez que ves pasar un furgón policial por si te mandan a tu país, a pesar de todos los riesgos y esfuerzos, sin haber llevado acabo ninguno de los proyectos que te obligaron a la aventura. Un amigo mío en Alemania me dijo que ha sufrido más por controles policiales que en toda la travesía. El otro decía que tras la llegada le cuesta admitir que ha llagado realmente, por lo encontrado.
Al ser defraudado por lo esperado, lo lógico es que uno se plantee regresar. Pero son pocas y pocos los que están dispuestos a enfrentarse solos y con las manos vacías a toda una familia, familia que ha vendido su último tesoro, que puede ser una vaca, un terreno, “forio” (pendiente de tamaño grande hecho de oro, que la familia regala a la hija al casarse) de su madre o hermana pensando que todo cambiará de la noche a la mañana al llegar a la tierra prometida. Esa “deuda” que uno lleva como cadena en el cuello es lo que le condena uno a aguantar penas de cárcel, a buscar cosas en la basura, a aguantar un sueldo miserable y, si hace falta, a vender droga en las calles para no avergonzarse ante la familia. El escritor francés, Serge Latouche hizo unos análisis impresionantes sobre las donaciones, el sacrificio y la “deuda” en el seno de ciertas sociedades africanas en La otra África, una de sus muchas obras publicadas.
Gracias a la bonanza económica en un principio, las remesas de los inmigrantes representan un factor importante en la vida socio-económica de los países de origen. Y para colmo se pincha la rueda de la bonanza con las consecuencias que todos conocemos: el paro, el sistema educativo y sanitario, que se debilita cada vez más de tal manera que se excluye a ciertos colectivos, como el de los “ilegales”, de la atención sanitaria en Europa en pleno siglo XXI. Sin embargo, lo que no se comenta mucho, a pesar del constante bombardeo informativo mediático sobre la actual crisis mundial, son sus efectos en los países emisores de inmigrantes, en la mayoría de los cuales la crisis es algo constante y cuyos ciudadanos son víctimas directas de la injusta desigualdad en el mundo, en el que los países que llamamos industrializados con apenas 20% de la población mundial consumen más del 70% del consumo mundial. Sólo hace falta abrir los ojos para darse cuenta de la vergonzosa desigualdad que caracteriza el mundo. Los numerosos informes de las Naciones Unidas sobre esta materia y las publicaciones de expertos en desarrollo internacional siguen denunciando esta lacra aunque cae en oídos sordos, como siempre. Y, si la cosas están difíciles para ese porcentaje tan pequeño en el mundo con la actual crisis, cómo será para esta gran mayoría que lleva desde siempre en la crisis cuya culpa y complicidad compartimos todos. Alguien afirmó que todos los humanos, por ser humanos, compartimos la culpa por las injusticias cometidas en el mundo, sobre todo la injusticia cometida en nuestra presencia al ser testigos de lo que no podemos ignorar.
Hace poco he vuelto de Gambia, mi país de origen, después de dos meses de estancia, y como es lógico la crisis actual están dejando sus huellas. El precio de los alimentos básicos, como el arroz y azúcar, no para de dispararse y, como en muchos países de origen de inmigrantes, la llamada telefónica para dar el número secreto del envío de divisas tarda cada vez más o ni llega. Casas medio construidas, a la gran mayoría de estudiantes que dependen del hermano en Europa no le queda otra opción que abandonar los estudios, hijas e hijos que quieren ver y estar con sus papás y mamás, pero no puede ser, como ya empieza a ser el caso aquí con la salida masiva de gente a otros países en busca de trabajo.
¿Y cómo salir de esta encrucijada? No lo sé. Pero sé que ante la situación actual no debemos perder la esperanza, más bien tomarlo, tanto a nivel individual como colectivo, como una invitación a la reflexión y a la autocrítica y plantear seriamente la necesidad de humanizar nuestras relaciones, empezando de persona en persona hasta el nivel de los países.
A lo largo de la historia, por desgracia, la relación humana en gran mayoría de las ocasiones se ha basado en la mentira y el engaño y en la dominación y explotación para conseguir nuestros objetivos tanto individuales como colectivos. Esta falta de respeto a la figura de la persona y esta enfermedad incurable por el poder y el dinero es lo que hace que los seres humanos lleven a cabo matanzas, esclavicen a sus congéneres, paguen un sueldo miserable mientras las empresas generan millones, le digan al consumidor o consumidora que ha tenido un buen trato tras firmar una hipoteca cuando en realidad se le ha mentido y engañado. Esta falta de escrúpulos es lo que nos hace insensibles ante los altos niveles de mortalidad infantil evitables, es lo que nos lleva a descuidar el futuro de los niños, el bienestar de nuestros personas mayores, que han trabajado puro y duro toda su vida, dándoles pensiones miserables y dejándoles pudrir en residencias mientras nos sobra espacio en casa y gastar en caprichos y librar guerras destruyéndole la vida a todo un país a base de mentiras. Y no pasa nada. Y no sólo no pasa nada sino que los verdugos campan con absoluta impunidad y encima dan lecciones sobre lo bueno y lo malo, lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer.
A nadie ha de extrañar que el muro construido a base de mentiras y engaños empiece a derrumbarse y ha llegado la hora de reconstruir antes de que todo se derrumbe en su totalidad. La construcción de una sociedad nueva y sólida debe empezar por un cambio profundo y positivo en nuestras maneras de ver a las personas y tratarlas tal y como queremos que nos traten.
Desde el pinchazo de la burbuja nos llegan un sinfín de términos económicos: ajuste estructural, banco malo, recortes presupuestarios, política de austeridad, prima de riesgo, etc. No creo en nada de nada y no entiendo nada a pesar de lo bien que el economista catalán, Xavier Sala i Martín, va explicando los términos en sus interesantes artículos, pero sé que la salida de la encrucijada pasa por dar importancia al valor humano. Por lo tanto urge la necesidad, hoy y ahora más que nunca, de revitalizar y dar impulso a la ideología del ingeniero y académico catalán Pere Duran Farell que decía que “lo primero siempre y en todo momento debe ser las personas” y no como ha sido hasta ahora: primero el dinero y luego, si es posible, las personas. Y si no, pues no pasa nada.
*Gambiano residente en Premià de Mar. Associació per al Desenvolupament de Kuwonku