OPINIÓN
El 14 de febrero es la fecha señalada para “celebrar el amor”. Sin embargo, en nombre de ese amor se asesina, se viola, se controla, se cela, se prohíbe.
Por ello, asumir de otra manera nuestra emoción amorosa es aún un desafío pendiente, porque el enamoramiento entrecruza sentimientos, sensaciones, anhelos, sueños y esperanzas socialmente aprendidas, peligrosamente, vinculadas a situaciones de opresión y violencia.
Marcela Lagarde sostiene que “el sujeto simbólico del amor en diversas culturas y épocas ha sido el hombre. La mujer es la cautiva del amor.” Es decir, las mujeres hemos resultado las sometidas y cautivadas por el amor patriarcal, aquel que ejerce dominio, que genera desigualdad, dependencia extrema, control y posesión, así como privilegios para los hombres e inequidades para las mujeres con situaciones de desasosiego, miedo, angustia y daño.
Es así como se ha construido el amor romántico, desde la cautividad de las mujeres, que han visto controladas su sexualidad erótica y procreadora. A las mujeres se nos ha socializado y naturalizado la maternidad, el amor filial y conyugal como inherentes a nuestra esencia humana. No es de extrañar que cuando se piensa en sexo, sexualidad y amor inmediatamente somos asociadas a esta triada las mujeres porque la sociedad patriarcal nos las ha asignado como parte de la naturaleza femenina.
Desde la ciencia se sostiene que el amor es involuntario como la sed. Es un deseo que nos hace “perder el control” cuando nos enamoramos, porque es como una adicción. En la Grecia antigua decían que el amor era “la locura de los dioses”. Aristóteles expresó que “el amor está compuesto de una sola alma que habita en dos cuerpos”. Shakespeare dijo que “el amor es ciego” y la psicología moderna afirma que es “es el anhelo casi obsesivo de unión emocional con otra persona”.
La antropóloga evolutiva Helen Fisher explica que el amor y el romance se componen de tres sistemas cerebrales que evolucionaron para permitir el apareamiento y la reproducción de la especie humana. El primero, es el deseo sexual o deseo de gratificación sexual. Cuando buscamos a potenciales parejas para mantener relaciones sexuales sin que sintamos amor por esas personas. El segundo, es el amor romántico, o la atracción obsesiva por una determinada persona. Cuando enfocamos nuestra energía en una persona a la vez. La pensamos, la deseamos, la anhelamos y queremos estar sólo con ella; y tercero, la sensación de profunda unión con una pareja a largo plazo. Es decir, el anhelo de permanecer con una parejael tiempo suficiente como para tener familia y disfrutar de los beneficios de la vida en pareja, incluso cuando la meta de tener familia no está presente. Se dice que estos tres sistemas cerebrales interactúan de muchas formas y crean múltiples formas de amar.
Sin embargo, poco se evidencia la condicionante más significativa: la construcción social, aquella que ha permeado, desde nuestra propia niñez, los cimientos del cerebro con una propaganda continua sobre el amor romántico como “el ideal último de la realización emocional”. En todas las épocas de la historia se ha metido en nuestro subconsciente a través de diversas prácticas y mensajes. En la actualidad lo hace a través de las películas de Hollywood, los dibujos animados de Disney, las novelas televisivas y la ficción literaria sobre príncipes, princesas, bellas y bestias, las cuales han plasmado el amor romántico como una necesidad exclusiva de unión entre dos personas.
Nunca hemos cuestionado si ésta es la verdad absoluta y si esta búsqueda ansiosa del amor romántico impide realmente realizarnos como seres emocionalmente inteligentes, o como diría Galeano “seres sentipensantes”.
La raíz emocional del amor romántico brota de una construcción cultural. Cada etapa histórica de la humanidad ha desarrollado una concepción diferente del amor y de los lazos que deben existir o no entre la pareja, la pasión y el sexo. El amor se ha interpretado como la manifestación de atracción física y emocional entre dos personas, como la correspondencia compartida en exclusividad por dos seres y también como un sentimiento compartido entre ellas que, por razones inexplicables, no pueden evitar atraerse entre sí. Y el devenir de esta construcción social ha terminado por configurar un “ideal de pareja perfecta”. A la pareja femenina la cataloga como atractiva, cariñosa, fiel, pasional, fogosa, de su casa, entregada y sumisa. Y a la pareja masculina como fuerte, varonil, protectora, impetuosa, pasional y controladora. Este ideal de pareja perfecta también se ha condicionado desde la racialización de los cuerpos (los cuerpos blancos y blanqueados son perfectos), desde la violencia estética (cuerpos con curvas, bien dotados y fibrados) y la condición de clase (la pareja masculina ha de asegurarte estabilidad y bienestar económico).
Esta construcción social se ha visto reforzada por ideas que se han ido haciendo hábitos casi perennes del amor romántico y han condicionado nuestra manera de amar y de relacionarnos con nuestras propias emociones y de las otras personas:
“Tú eres mi media naranja”
Esta idea de la media naranja hace creer que nuestra pareja es la extensión de nuestro propio cuerpo, sin la cual no podemos funcionar porque estamos incompletas como personas. Pone en duda nuestra propia autonomía y capacidad de decidir y hace concebir a la pareja como una persona capaz de leernos la mente y satisfacer todos nuestros deseos.
Este mito de la media naranja, del amor que está predestinado y de la pasión eterna, es una manera engañosa de llenar un vacío. Es casi seguro que, al considerar a la pareja como nuestro complemento, acabemos por ejercer una fuerte presión para que atienda todas nuestras necesidades y que piense y actúe como consideramos que debe de ser. Así, idealizamos a la pareja colocando demasiadas expectativas en ella. Y cuando llega la rutina nos queda sólo el sentimiento de pérdida, tristeza y decepción, porque vemos que no nos hizo sentir felices y llenas de amor, es decir, no nos ha completado.
“Si te cela es porque le interesas”
A menudo, vemos cómo las generaciones más jóvenes ven con normalidad que su pareja sea celosa y posesiva, porque interpretan que es un signo de emociones profundas, de un enorme deseo de pasar el mayor tiempo posible con la pareja. Al contrario, “si no te cela es porque no te quiere lo suficiente”. Entonces, dejamos a la pareja que controle nuestras llamadas de teléfono, que revise los mensajes que enviamos en las redes sociales, incluso que marque el ritmo con el cual debemos frecuentar nuestras amistades, incluso a la familia. De esta manera, se refuerza el mito sexista de la fidelidad y de la exclusividad: “nada con nadie, sólo conmigo”.
El amor romántico se ha encargado de connotar los celos de manera positiva y evita que veamos cuán dañinos pueden llegar a ser. Pueden convertir una relación armónica en abusiva, porque hacen interpretar que tu pareja es de tu propiedad, que nadie más que tú puede decidir sobre ella, mucho menos compartirla. Así terminan por aislarte de las amistades y la familia y hace que tu vida gire en torno a tu pareja.
“Si amas a tu pareja no le pongas límites en la intimidad”
Trazar límites entre las parejas es escuchar, comprender y respetar lo que la otra persona te dice cuando hay algo que le causa incomodidad o que no desea hacer. Hay quienes piensan, desde el amor romántico, que “si no puedes compartir cualquier cosa con tu pareja entonces no la amas” y rompen esa línea entre lo que se desea y lo que no, o lo que se consciente con autonomía o no. Cuando se pasan los límites se viola nuestra intimidad y autonomía. Por ejemplo, cuando tocan nuestras cosas sin nuestro consentimiento, cuando nos imponen tener relaciones sin protección, cuando nos enfadamos y queremos irnos y nos siguen insistentemente, evitando que nos vayamos.
Muchas personas consideran que respetar los límites no es importante cuando estás cerca de alguien y le amas, porque “en la intimidad no importa lo que haces”, porque “lo importante es que lo haces con esa persona”. Así, se fortalece la actitud de control y dominio de una persona sobre la otra, se pierde autonomía y la autoestima baja por los suelos.
“Los polos opuestos se atraen”
Según el amor romántico, el hecho de que una pareja discuta mucho o tenga permanentes discrepancias es un signo de que existe una fuerte química. Se piensa que una relación sería aburrida si no existiera algún tipo de conflicto. Con frecuencia se comparan con las parejas que parecen “cursis” porque casi nunca tienen conflictos y, por ello, las tildan de “aburridas y blandas”.
Es imposible negar que una pareja no tendrá algún tipo de discrepancia. Sin embargo, mantener un conflicto constante no es saludable emocionalmente. Si la pareja está discutiendo permanentemente hasta el punto de llegar a las lágrimas o a punto de romper con la relación, entonces no es saludable. Si te levanta la voz, te dice palabras hirientes o te grita delante de las amistades o en la calle, es un signo de peligro porque se puede tornar en una relación más violenta aún. Esta situación no se resuelve con una reconciliación y un beso apasionado porque es como barrer la basura y ponerla bajo la alfombra, estará allí hasta que vuelva a aflorar y se pierda la calma.
“El amor todo lo puede”
A veces, pensamos que podemos cambiar a la otra persona con nuestro amor, que gracias a la omnipotencia del amor se puede superar todo. Con frecuencia, cuando nos enamoramos observamos que hay cosas que no nos gusta de la otra persona y tendemos a pensar “yo le haré cambiar”, “conmigo se volverá menos violento”, “yo le comprenderé y perdonaré todo porque le amo”, etc. Sin embargo, esa creencia de la fuerza del amor es engañosa porque nos pone en estado pasivo frente a posibles situaciones tóxicas y violentas.
Nos hace normalizar situaciones de conflicto, reforzar la idea de que los polos opuestos se entienden mejor, que con el tiempo las cosas cambiarán y la compatibilidad del amor perdurará toda la vida haciendo fuerte a la pareja para aguantar y perdonarlo todo. En realidad es una trampa, porque nos deja a expensas de una relación tóxica que puede minar nuestro equilibrio emocional y arrastrarnos a situaciones de angustia, miedo e inseguridad.
¿Es fácil cuestionarse estos mitos? ¿Es fácil desaprender este modo de sentir y vivir el amor? Sin duda, es una tarea pendiente que debemos asumir con el anhelo de cuidarnos a nosotras mismas, de ser las constructoras de nuestra propia felicidad, de fortalecer nuestra autonomía y autoestima y de aprender a amar en libertad. Debemos cuestionarnos qué tipo de relaciones y estilos amorosos son los que estamos poniendo en práctica en nuestras vidas. Y si esa idea del amor romántico, aquella que nos hace exponer el corazón ante “la flecha de San Valentín”, es la realmente saludable y potenciadora de nuestra libertad o en realidad nos entrega a un “San Violentín” tramposo, que nos deja sin posibilidad de escapatoria, introduciéndonos a una habitación de miedos, inseguridades, aflicciones y violencias.
¿Amores imposibles?
Al ser una construcción cultural, puede cambiar la concepción y la práctica que tenemos del amor. Esta posibilidad de cambio es transformadora si realmente deseamos superar las relaciones que han sido dañinas y diseñadas desde el amor romántico; aquellas que se han basado en la idea de “la media naranja”, de la “atracción de los polos opuestos”, del “te cela porque te ama”, del “evita ponerle límites en la intimidad” o “el amor todo lo puede”.
Los amores que se relacionan en libertad, desde el diálogo, la confianza, la corresponsabilidad, con respeto, sin celos, sin controlar nuestros tiempos y prioridades, entendiendo que somos la suma de dos enteros y no de dos mitades, son posibles. Son realizables en la medida que observemos con sinceridad nuestra práctica amorosa y seamos capaces de cambiar. Son amores posibles en la medida que hagamos del amor el mejor instrumento de transformación social para nuestras vidas, que genere plenitud, disfrute, equilibrio, placer, autonomía, independencia, libertad y dignidad.
Un amor sin manipulaciones, -que no se deje definir por el poder hegemónico patriarcal que quiere dominar, oprimir, prohibir, controlar y celar-, evita basarse en mitos e ideas preconcebidas del ideal de pareja perfecta, rechaza las normas amorosas, morales y sexuales que tienen el fin de controlar nuestros deseos, nuestros cuerpos, emociones y anhelos libertarios. Hemos de ser protagonistas de nuestra propia concepción del amor, para construir sentimientos que favorezcan nuestro bienestar emocional en todos los niveles de nuestra existencia.
No en vano, Alexandra Kollontai, teórica rusa (1920), señaló que el amor es una poderosa fuerza psíquico-social. “El amor se puede presentar bajo la forma de pasión, de amistad, de ternura maternal, de inclinación amorosa, de comunidad de ideas, de piedad, de admiración, de costumbre y cuantas maneras imaginemos. Es decir, la Humanidad, en su constante evolución, ha ido enriqueciendo y diversificando los sentimientos amorosos hasta el punto de que no parece fácil que una sola persona pueda satisfacer la rica y multiforme capacidad de amar que late en cada ser humano”.
Y Simone de Beauvoir, autora de referencia, expresó en su obra “El Segundo Sexo”: “el amor auténtico debería basarse en el reconocimiento recíproco de dos libertades, cada uno de los amantes se viviría como sí mismo y como otro; ninguno renunciaría a su transcendencia, ninguno se mutilaría, ambos desvelarían juntos unos valores y unos fines”. Sin duda, hay otros amores posibles.