OPINIÓN
Que el mundo está fatal no es una novedad, pero me sirve de introducción para esta reflexión que desearía compartir y que, a parte de la fatalidad global, ha sido provocada por un repentino final de verano con toda la introspección y amargura que eso comporta.
Cuanto peor está el mundo, más deberíamos apoyarnos y si entre nosotras hay diferencias o malentendidos, siempre pueden resolverse o poner en su sitio hablando. Es una práctica que el siglo pasado se ejercía utilizando todo el aparato fonador y, a menudo, mirando a la cara de nuestra interlocutora. Ahora usamos un solo dedo. Y eso, cuando lo usamos, porque, si nos da la gana, con una desconexión ya nos apañamos. Os explico un caso:
Una amiga mía se va de vacaciones a un lugar bastante paradisíaco a compartir estancia con una ex suya y la novia actual (de la ex, se entiende). Estas cosas, no sé si deben hacerse, pero no tienen buena pinta. La cuestión es que cuando llega, aquellas dos se acaban de separar y se encuentra a la ex sola, desolada, rabiosa y transida de dolor; en definitiva, despechada. Se pasa las vacaciones dándole la vara a mi amiga con las fechorías de su última novia y, como quien dice, haciéndole pagar a ella una parte de los platos rotos, aunque no tenga nada que ver en la separación. Cabe decir que esta ex tiene una afición desmesurada a encontrar pareja, deshacerla y hacer una nueva, para lo cual se sirve de todos los medios de seducción disponibles hoy en día, incluidos los telemáticos —no es cosa mía, lo sé, era puro chismorreo.
Ha habido ciertas tensiones durante este viaje, es lógico y es lo que tienen las relaciones humanas: hay acuerdos, desacuerdos, avenencias, desavenencias… pero todo se puede encontrar y poner en su sitio si se habla. Es una costumbre y un talante muy propio de las mujeres y muy afín a las feministas: hablando se entiende la gente, al menos, a mí, eso es lo que me enseñaron y me lo he creído durante muchos años; en el fondo, creo que todavía me lo creo.
Bien, ya de regreso de sus vacaciones, mi amiga se encuentra que su ex rabiosa y despechada la ha bloqueado en todos esos medios que ahora tenemos para hacer ver que nos comunicamos —qué queréis que os diga, yo, si puedo, hablo; llamadme antigua. Aquella no, ni una palabra, ni una explicación, ni un aviso… la bloquea y apa buenas! ¡Ostras tu, pero si estas dos son feministas y las feministas estamos por el diálogo! Diálogo con las instituciones, con la sociedad, con otros grupos… y entre nosotras también ¿no?
Pues no lo entiendo. Ni lo entiende mi amiga que, además, es de carácter conciliador y ha intentado ponerse en contacto, como era de esperar, sin resultado alguno. No lo entiendo y me remite a situaciones que, quien más quien menos, ha vivido. Alguien se enfada, posiblemente con razón —o no, vete a saber— porque decide partir peras sin darte ni motivos ni la posibilidad de explicarte o de rebatir o de disculparte si fuera el caso. Y tú te quedas con un palmo de narices, sintiéndote culpable de no sabes exactamente qué, pero seguro que algo muy gordo a juzgar por la ferocidad del castigo. El silencio es siempre la más cruel de las respuestas, pero es también la más ruin y la más cobarde. Quien no da la posibilidad a la otra persona de explicarse o de defenderse si es el caso, muy poco segura ha de estar de sus propios argumentos, si es que los tiene.
¡Venga chicas, que ya tenemos bastante con lo que nos viene de fuera! Siempre que me encuentro con una situación similar pienso que no es nuestra manera de funcionar, que llevamos mucho tiempo buscando y practicando formas de relación alternativas basadas en la conciliación y la concordia. Claro que, quizás alguien que me esté leyendo piense “pues mira quién habla”, no lo descarto y no esgrimiré el argumento de que también somos humanas, pero es que lo somos y no está de más recordar por dónde vamos o queremos ir, tener presente que nosotras queremos funcionar con parámetros diferentes, que creemos en el diálogo y que muchas situaciones se resuelven o se ponen en su sitio o, simplemente, no hacen tanto daño si se habla, como hacíamos el siglo pasado, con la boca, no con un dedo.