martes 23 abril 2024

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El poder de las palabras

OPINIÓN

Hace tiempo que las mujeres de los países musulmanes nos alertan sobre su injusta situación de desigualdad, sobre la falta de libertad, la tortura y la muerte en muchos de sus países.

(He escrito este artículo a partir de un trabajo que publiqué en Revista l’Espill, núm. 18, el año 2004: Cròniques d’una vida sense justicia. Considero que éste artículo publicado en 2004 es vigente, como mínimo en lo esencial. De validez y actualidad casi absolutas.)

Hace tiempo que las mujeres de los países musulmanes nos alertan sobre su injusta situación de desigualdad, sobre la falta de libertad, la tortura y la muerte en muchos de sus países. Algunas de estas mujeres son escritoras que creen en el inconmensurable poder de las palabras y se han propuesto superar el carácter insoportable del silencio, visibilizar su cruel situación colectiva. La verdad es una herramienta destructiva, y estas escritoras se han empeñado en desbaratar el universo fundamentalista fuera del cual no hay más que el caos y la locura. Ellas lo han visto con sus ojos y han sido expulsadas del universo común porque no se han resignado a la brutalidad de la historia, su historia, y tampoco a la condición de abuso y tiranía. Han escrito libros que trastornan, que acompañan a los lectores al pozo de sí mismos, que no permiten dormir.

En medio de todo este paisaje tan poco estimulante, es un heroísmo que una mujer se empeñe en escribir y publicar un libro. Seguro que a las fuerzas sociales, políticas y religiosas influyentes de estos países –es decir, una población prácticamente del todo masculina–, el hecho de que estos libros lleguen a publicarse debe parecerles obra de Satanás. Pero cada día nos llegan a nuestro país noticias de obras nuevas escritas por mujeres que viven en países en conflicto, países donde son consideradas, en los casos más favorables, algo más que esclavas; libros escritos por iraníes, iraquíes, paquistaníes, marroquíes, egipcias… en los que invariablemente y al margen de la historia o del tema se advierte una denuncia bien clara sobre la situación de opresión de las mujeres. El espíritu de la literatura de estas escritoras es, pues, la resistencia; la resistencia al derrumbe de su dignidad. Son relatos impresionantes, a veces escritos en condiciones muy difíciles, penas, problemas, peligros que ponen los pelos de punta. Personalmente reclamaría una lectura activa y asidua de este tipo de novelas, de las autobiografías y auto-ficciones que se publican periódicamente. Hago mías las palabras de Humbert Humbert, el personaje principal de Lolita, la famosa obra del escritor ruso Nabokov: «Te necesito, lector, para que nos imagines, porque no existiríamos de verdad si no lo haces». ¿Cómo podemos, si no, dejar constancia de esta realidad atroz en la historia de la humanidad? La vida representada con sangre, mutilación y muerte.

Leer ‘Lolita’ en Teheran

Con la obra Leer ‘Lolita’ en Teherán, la profesora iraní Azar Nafisi ha elegido la autobiografía para reproducirnos la textura de la vida en una sociedad totalitaria donde las personas se encuentran desamparadas en un mundo ilusorio y lleno de falsas promesas. Un mundo en el que se tiene que ser muy lúcido para distinguir al salvador del verdugo. Además, en cuanto a las mujeres, hay que ser muy valiente para testimoniar su opresión, discriminación y ultrajes a los que están sometidas todavía en este país, Irán.

El triunfo, en 1979, de la revolución del ayatolá Jomeini y la proclamación de la república islámica fueron determinantes a la hora de dar un fuerte impulso a la ola integrista que se extendió por todo el mundo musulmán y que llegó al cenit en Afganistán con los talibanes en el poder. La legislación de la sharia reemplazó el sistema jurídico vigente y se convirtió en la norma. La edad conyugal descendió a los nueve años, el adulterio y la prostitución se castigaban con la muerte por lapidación, y las mujeres pasaron a valer ante la ley la mitad que los hombres. A la ministra de Educación del régimen anterior la pusieron en un saco y la mataron a pedradas y golpes de bastón.

Azar Nafisi nos habla de la esquizofrenia de una república islámica escindida en dos: la de las palabras y la de los hechos. En la república islámica de las palabras, la década de los noventa (3) empezó con promesas de paz y reforma. Una mañana, el Consejo de los Guardianes, después de arduas deliberaciones, había elegido al antiguo presidente Hojat-ol Eslam Ali Jamenei, sucesor del ayatolá Jomeini. Jamenei estaba vinculado a algunos de los grupos más conservadores y reaccionarios de la minoría gobernante, pero también era conocido por su mecenazgo en las artes. De hecho, había recibido una dura recriminación de Jomeini por suavizar el tono de la condena teológica de Salman Rushdie. Pero esa misma persona –en palabras de la profesora Nafisi–, «el nuevo jefe supremo, que ostentaba ahora el más alto título político y religioso del país, que exigía el mayor respeto, era un farsante». Jamenei optó por unirse al bando de los más reaccionarios. En esta decisión, no sólo influyeron sus creencias religiosas; buscó apoyo y protección política para compensar la falta de respeto que sentían por él sus propios colegas. La nueva esperanza era el poderoso y antiguo portavoz del Parlamento, Hojat-ol Eslam Rafsanjani, el primero que mereció el nombre de reformista. Habló de liberalizar las leyes, pero estas reformas significaron, una vez más, «que podías saltarte las normas y enseñar un mechón de pelo por debajo del pañuelo. Era como decir que podías ser algo fascista o un moderado comunista». El liberalismo del presidente Rafsanjani, al igual que el de su sucesor, el presidente Jatami, no pasó de aquí. Los que se tomaron en serio sus reformas y la liberalización pagaron un precio muy alto, a veces con la vida, mientras sus verdugos quedaban libres y sin castigo. Cuando el escritor disidente Saiidi Sirjani, que imaginaba que contaba con el apoyo presidencial, fue encarcelado y torturado (y finalmente asesinado), nadie le ayudó; otro ejemplo de la tensión constante entre la república islámica de las palabras y la de los hechos, una tensión que todavía hoy sigue.

Instaurada la república iraní, el nuevo gobierno no tardó en aprobar normas que restringían la vestimenta de las mujeres y las obligaban a llevar chador o un mantón largo y el pañuelo. El uso político del cuerpo de las mujeres y del pañuelo musulmán tiene una larga historia. En el caso de Irán, el chador tradicional estuvo prohibido desde 1936 hasta la Revolución de 1979, que determinó la obligatoriedad del hiyab en todo el espacio público. La experiencia había demostrado que la única forma de que estas normas fueran acatadas era imponerlas por la fuerza. La desobediencia se castigaba de diversas maneras, desde sanciones económicas hasta setenta y seis latigazos y la cárcel. Más tarde, el gobierno creó las conocidas «Escuadras de la moralidad»: grupos armados de cuatro personas de ambos sexos que patrullaban por las calles en un Toyota blanco para garantizar el cumplimiento de las leyes. Vigilaban que las mujeres llevaran el velo debidamente, que no fueran maquilladas y que no pasearan con hombres que no fueran familiares cercanos. No podían caminar derechas, sino que tenían que agachar la cabeza, no podían ser vistas, ni escuchadas, ni advertidas y, por eso, nunca miraban a los demás peatones. Es decir, tenían que convertirse en invisibles.

Irán es, pues, (cuando en el año 2004 publiqué el trabajo Cròniques d’una vida sense justícia) un país en el que todos los gestos, incluso los más privados, se interpretan en sentido político. Los ulemas lo gobiernan, y la religión se utiliza como instrumento de poder, como ideología. Los colores del pañuelo de Azar Nafisi o la corbata de su padre eran símbolos de decadencia occidental y tendencias imperialistas. Por las calles se podían leer consignas escritas en las paredes con grandes letras: «Los hombres que llevan corbata son lacayos de los americanos; el velo es la protección de la mujer». No llevar barba, estrechar la mano del otro sexo, aplaudir o silbar en reuniones públicas, era considerado un acto de conspiración imperialista para exterminar la cultura de Irán.

Éste fue el caso de la profesora Nafisi, a la que, debido a su desobediencia (no sólo por negarse a llevar el velo –yihab–), limitaron de todos los modos imaginables, la controlaban y la espiaban, y finalmente le negaron la plaza universitaria que le correspondía. En las últimas semanas antes de dejar la universidad se enfrentó reiteradamente a otros docentes porque mantenían larguísimas e insulsas discusiones sobre cómo eliminar palabras de determinadas obras maestras de la literatura. Nafisi nos dice: «¿Podía alguien concentrarse en el trabajo, llevar a cabo una tarea de nivel y provechosa, cuando lo que preocupaba a la junta de profesores era eliminar la palabra “vino” de una novela de Hemingway?». La escasa calidad académica de la universidad, la moralidad mezquina que exhibía triunfalmente y la estrechez de miras le habían desilusionado indefectiblemente.

Es otoño de 1995 cuando la autora decide, tras abandonar voluntariamente la universidad, reclutar a siete alumnas y llevar a cabo en su propio domicilio un curso de literatura. Podemos decir que Leer ‘Lolita’ en Teherán es una autobiografía revestida de ficción: la autora nos advierte que ha modificado ciertos aspectos y comportamientos de sus personajes principales, las siete alumnas, para encubrirlas de las dramáticas consecuencias que acontecerían si la censura conociese sus nombres y hechos reales. Desengañadas de la trágica y absurda farsa de los absolutistas, se refugian en el interior del domicilio de Nafisi y, pese al pánico que las asombra, se niegan a ser como los demás, como sus acusadores, como «ellos». En las sesiones del seminario, leían y discutían libros de la literatura universal prohibidos por el régimen islámico totalitario, que, de haberse enterado, lo habría reprimido con castigos contundentes y brutales. Vivían en una cultura que despreciaba las obras literarias; sólo tenían valor, eran «importantes», cuando servían para lo que, al parecer, era mucho más necesario: la ideología del régimen islámico. Pero en medio del contexto en el que malvivían, valía la pena arriesgarse; aquel seminario era un intento desesperado de fugarse, de gozar de una brizna de libertad durante unas horas a la semana de la paranoia que contaminaba el ambiente. El libro se titula Leer Lolita en Teherán porque una de las obras que comentan es la conocida novela Lolita de Nabókov.

Cuando se sentaban alrededor de la mesa de la sala, se quitaban mucho más que el pañuelo y el yihab que en la vida social les tapaba la cabeza y los rostros. Mucho más que el chador negro o marrón oscuro, que sólo deja al descubierto el óvalo de la cara y dos manos inusitadas. La luz atravesaba las cortinas de las ventanas que, al estar en un país islámico, debían estar obligatoriamente cubiertas. De hecho, en estos países, los velos desempeñan la misma función que las cortinas: traducido literalmente, yihab significa cortina. La función del velo es idéntica a la de la cortina: ocultar. Cuando escondemos algo es porque no queremos que sea visto, para evitar miradas que, tal vez, podrían ser peligrosas. El yihab tiene esta misión: evitar la provocación de deseos turbulentos en los hombres. Ya lo dice el Corán: «Ordena a las mujeres creyentes que humillen sus miradas y que observen la continencia, que no dejen ver sus adornos más de lo que está en el exterior, que se cubran con un velo, que sólo dejen ver sus encantos a sus maridos, a sus padres o a los padres de sus maridos, a sus hermanos o a los hijos de sus hermanos, a los hijos de sus hermanas o a las mujeres de éstos, o a los esclavos o criados varones que no necesiten mujeres [eunucos?], o a los niños que no distinguen todavía las partes sexuales de una mujer. Que las mujeres no agiten los pies de modo que dejen ver sus encantos ocultos. Gire sus corazones hacia Dios a fin de ser felices» (sura XXIV, 31). Por eso a las mujeres se les adiestra sobre cómo evitar atraer sexualmente a los hombres: deben salir de casa lo menos posible, siempre acompañadas por un miembro masculino de la familia, y deben taparse y mantenerse calladas. Ya lo hemos dicho antes: deben convertirse en invisibles. En el imaginario colectivo, una mujer musulmana se diferencia de una mujer cristiana en que la primera es “virgen”, pura y blanca, ya que se reserva para su esposo y sólo para su esposo. Su atractivo, su poder, surge de su modestia. De las cristianas, bueno, qué decir, de las cristianas, salvo que no son vírgenes… Los autobuses están divididos en dos partes, y las mujeres deben entrar por la puerta trasera y sentarse en los asientos reservados para las mujeres. Pero la paradoja es servida: en los taxis se aceptan un máximo de cinco pasajeros y hombres y mujeres se apilan como sardinas. Lo mismo ocurre en los minibuses donde las asedian hombretones barbudos y temerosos de Dios.

En esa sala crean, pues, una vida artificial; se quitan los velos, escuchan música prohibida, se enamoran, se dejan crecer las uñas y se las pintan… Después, en la calle, tendrán que ponerse guantes para ocultarlas incluso en verano, ya que las uñas pintadas, al igual que el maquillaje, eran un delito que se castigaba con flagelación, sanción e incluso con un año de cárcel. ¿Qué dirías, cómo te sentirías, si una hija tuya llegara a casa llorando porque el guardia que vigila la puerta de la universidad la ha castigado, violentado y humillado, por subir corriendo la escalera (porque llegaba tarde a clase), por el hecho de hablar con personas del otro sexo, por llevar una rosa cogida entre sus labios jóvenes (lo cual iba contra la norma) o por qué le han encontrado colorete en el bolso? Detrás de la opresión física y real del régimen totalitario viene la pesadilla de vivir en una atmósfera de miedo perpetua. Azar Nafisi nos explica que una de las cosas que más claramente recuerda de la Universidad de Teherán es la entrada en el campus universitario. Al lado del portal principal se encontraba otra entrada pequeña con una cortina, protegida por la arrogancia de un guardián. Las alumnas, sin excepciones, tenían que atravesar esa abertura lateral que daba a una habitación oscura donde las inspeccionaban. Tenían que llevar la ropa de rigor: el color de la chaqueta, la longitud del uniforme, el grosor del pañuelo, la forma de los zapatos. Les revolvían los objetos de la bolsa, les limpiaban la cara ante el mínimo indicio de maquillaje, les comprobaban el tamaño de los anillos; inagotables historias de frustraciones y dolor. Seguro que aquella maldita puerta estaba ideada para volverlas invisibles, para humillarlas y hacerlas sentir vulgares y nulas.

La voz de estas escritoras es tristeza, súplica, abandono, grito. Pero también esperanza, sueño. Crean memorias colectivas conscientes de que avanzan en medio de una jungla llena de obstáculos. Pero ellas los sortean con lucidez persuadidas que las palabras pueden cambiar las cosas. Escriben porque todavía creen en las palabras, en la literatura. Yo, como ellas, también tengo esa debilidad..

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