OPINIÓN
En el ámbito social e institucional, en los discursos públicos, hablamos de la desigualdad de género refiriéndonos a las desventajas de las mujeres.
¿Qué repercusiones tiene para las mujeres (el grupo infrarrepresentado y a menudo discriminado) el hecho de que pongamos el punto de mira en su situación de desaventajadas y no en la situación aventajada de los hombres? Me propongo hacer unos apuntes y sugerencias. Para empezar, me parece que plantear la desigualdad de género desde un único punto de vista (entendida como una desventaja o menoscabo de las mujeres) dificulta ver esta desigualdad de otra manera que no sea la que implica este marco concreto. Cabe decir que me he apoyado en los trabajos de Susanne Bruckmüller (profesora de Psicología Social en la Universidad Friedrich Alexander de Erlangen-Nuremberg, Alemania) y colaboradores. Sin duda es una de las investigadoras que más ha estudiado como la manera que describimos las situaciones de desigualdad de género, poniendo el enfoque en las mujeres o bien en los hombres, afecta nuestra percepción del problema.
En contextos intergrupales, hacer que los grupos no normativos sean de manera consistente objeto de comparación y, por tanto, queden marcados lingüísticamente como la desviación de un grupo referente (normativo), afecta negativamente a las personas pertenecientes a estos grupos no normativos. Además, dado que la normatividad está entrelazada con el estatus y el poder, presentar reiteradamente un grupo como referente hace que este grupo aparezca más poderoso y con un estatus más elevado, y esto contribuye a legitimar la desigualdad. El hecho es que los estudios más actuales demuestran que cambiar el enfoque de la comparación en las descripciones de la desigualdad es suficiente para dar forma a las explicaciones (atribución de la culpa de la desigualdad y evocación de diferentes reacciones emocionales y de comportamiento) y , en consecuencia, a la clase de sugerencias de intervención. En uno de los últimos trabajos de Bruckmüller, los participantes sugirieron diferentes tipos de intervenciones para combatir la desigualdad de género en función de cómo se había enmarcado la desigualdad (enfoque en las mujeres vs. enfoque en los hombres). Cuando el enfoque era en las mujeres, sugirieron muchas más intervenciones que iban dirigidas a hacer cambios en las mujeres o ayudarlas en aspectos concretos más que para modificar las estructuras del sistema patriarcal.
Decimos que las mujeres cobran menos, que se las contrata menos, que para progresar en sus carreras deben superar una serie de escollos que los hombres no necesitan, etc. Pero también podríamos decir que los hombres ocupan en exceso los puestos de liderazgo, que se les contrata y se les paga más que a las mujeres, que los consejos de administración son básicamente masculinos y que las trayectorias profesionales de los hombres suelen ser más exitosas, fáciles y fluidas que las de las mujeres. Sin embargo, las descripciones (relativas a la desigualdad de género) enfocadas en los hombres no son habituales en el discurso público; en cualquier caso, mucho menos frecuentes que las descripciones centradas en las mujeres. Efectivamente, la desigualdad de género se suele describir como una desventaja de las mujeres y muy pocas veces como una ventaja del que disfrutan los hombres. Pensamos que, en definitiva, la forma en que enfocamos la desigualdad no es tan importante. En consecuencia, las diferencias de género se abordan en términos de cómo las mujeres difieren de los hombres y no al revés, particularmente en ámbitos estereotípicamente masculinos. En cambio, numerosos estudios han demostrado, como ya he dicho, que el foco de comparación (quien se compara con quien) afecta la percepción y el juicio social.
Una manera bastante común de ilustrar la desigualdad de género ha sido a partir de diversas metáforas: la del «techo de cristal» ha gozado de una inmensa popularidad y ha inspirado una serie de metáforas similares que describen diversos retos a los que se enfrentan las mujeres para progresar en sus carreras laborales (el «muro materno” o el “acantilado de cristal»; igualmente, el suelo pegajoso, las escaleras mecánicas, el laberinto, etc., son metáforas extremadamente poderosas que nos explicant estos fenómenos sociales complejos, y a partir de las cuales podemos entender los motivos de nuestro comportamiento). Sin embargo, todas estas metáforas comparten el mismo aspecto potencialmente problemático: el enfoque hacia las mujeres. Se focalizan en el grupo desfavorecido o perjudicado en vez del grupo privilegiado. Evocan imágenes de mujeres individuales que se enfrentan a barreras estructurales tales como techos, paredes, desvíos o callejones sin salida, mientras que las experiencias de los hombres quedan fuera del panorama.
Esto enmarca la representación cognitiva de la desigualdad por razón de género como una cuestión de mujeres, no como un asunto de género. No como un tema de justicia social. No como un tema de desigualdad.
La tentación es concluir que la desigualdad de género debe plantearse siempre tratando la ventaja de los hombres respecto de las mujeres. Pero las cosas no son tan fáciles. Recordar a los grupos favorecidos sus privilegios normalmente es contraproducente. O sea, que plantear las cosas diciendo que los hombres tienen privilegios y ventajas puede dar lugar a reacciones adversas en muchos receptores. Decir que alguien tiene demasiado da la impresión de que se le quiere tomar algo. Decir simplemente que alguien tiene poco no produce esa sensación; es un enfoque más prudente, aunque, en mi opinión, sea lo mismo. Enmarcar la desigualdad como una ventaja de un grupo privilegiado comporta, pues, el riesgo de provocar resistencia reactiva (reactancia). Además, la gente valora más la información negativa que la positiva. Así pues, centrarse en el lado negativo de la desigualdad (en las desventajas de algunos) puede ser más eficaz a la hora de evocar emociones, señalar que hay un problema y de inspirar la motivación necesaria para actuar que si nos centrarnos en el lado “positivo” de la desigualdad (en las ventajas de los otros). En este sentido, una investigación bastante reciente de la misma Bruckmüller ha demostrado que un enfoque comparativo en relación a un grupo económicamente desfavorecido tenía más probabilidades de suscitar valoraciones de las diferencias percibidas como ilegítimas que un enfoque centrado en el grupo aventajado. Por lo tanto, puede ser útil recurrir a metáforas centradas en las mujeres, como el techo de cristal o el laberinto, no sólo para ilustrar las experiencias de las mujeres en el ámbito laboral, sino también para llamar la atención sobre un problema persistente.
En consecuencia, la recomendación de la investigadora es que se preste más atención a la forma en que se describe la desigualdad (de género). Deberíamos centrarnos en los dos enfoques. Por ejemplo, ¿por qué no hablar de la infrarrepresentación de las mujeres y al mismo tiempo que los consejos de administración son clubes de hombres? ¿Por qué no ilustramos con ejemplos los retos (adicionales) a los que se enfrentan las mujeres y destacamos también que los techos de cristal y los laberintos son estructuras que de alguna manera se han puesto y mantenido en su sitio, y que pueden cambiarse? ¿Por qué no añadimos metáforas que hagan visible lo que puede ser una alternativa más justa?
En resumen, me parece que no debemos dejar de enfocar el problema de la discriminación de género desde las desventajas de las mujeres, pero hay que sumar sí o sí el enfoque de los privilegios masculinos para que haya cambios estructurales reales. Si no, seguiremos en el camino de modificar algo para que no cambie nada. Lo que los grupos privilegiados saben hacer tan bien.