OPINIÓN
A raíz de la violencia policial del 1 de octubre de 2017, el PSOE anunció la reprobación de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, ya que era su máxima responsable. La cortó en seco el agresivo y triste discurso de Felipe VI la tarde del 3 de octubre. Parecía Felipe V.
Es posible que Felipe VI, que tiene una sorprendente retirada a Bashar el Asad, considerara que si quería perdurar debía cortar de raíz cualquier respuesta política a las ansias independentistas, autodeterministas o simplemente soberanistas. Que sólo podría continuar reinando si ataba su persona a la represión de PP y Ciudadanos, la recentralización galopante.
Felipe VI recuerda siempre que puede (venga a cuento o no) la importancia del imperio de la ley y la necesidad de someterse a ella. Es sarcástico. Él, el inviolable; él, que está por encima. Debería abstenerse, es el menos indicado para hacerlo.
Es tremendo que quien hubiera tenido que arbitrar y templar tome partido cada vez que le parece que el puño de hierro no es lo suficientemente fuerte (y frenazo a la intermediación). Dicte la doctrina oficial del Estado y su respuesta. Dé ideas incluso al Tribunal Supremo. Preocupa porque los partidos pueden cambiar de opinión y de programa electoral pero la realeza, no. El PSOE era partidario no muchos años atrás del derecho a la autodeterminación.
Por otra parte, cuando era tertuliano de 8TV, el dirigente de Ciudadanos Juan Carlos Girauta decía que quería ir a votar el 9N para votar que no. Hasta el advenimiento de Pablo Casado, el PP creía en la utilidad de intermediarias o intermediarios aunque ahora lo considere anatema; dirigentes del PP acudieron a la boda de dos políticos después de años y años de abjurar del matrimonio homosexual.
Felipe VI, en cambio, no tiene marcha atrás. Ha ligado con actos y palabras su futuro a la pura represión, a una idea de España presente recientemente en la plaza Colón de Madrid (es raro que no acudiera como su sobrino). Abandonad, pues, toda esperanza.
Tan brutal es la influencia de la real doctrina, que cualquiera que disienta un milímetro es culpable de felonía o de crímenes peores. El pasado miércoles 27 se presentó en el Círculo de Bellas Artes de Madrid el libro que recoge las conversaciones entre el encarcelado Jordi Cuixart, presidente de Òmnium Cultural, y la periodista Gemma Nierga. Lo presentaban tres periodistas, Pepa Bueno, Antonio García Ferreras y Jordi Évole, además de su coautora Nierga (quizás algún día sabremos por qué la SER prescindió de sus servicios).
Al margen del escritor Juan José Millás, poca intelectualidad acudió al acto y osó abogar por una solución dialogada. No es extraño, al día siguiente, gran parte de la prensa de Madrid acusaba a presentadoras y presentadores de «blanquear» a Jordi Cuixart, de pertenecer a medios de comunicación golpistas, de ser lo peor de lo peor. Si la situación no fuera tan grave, sería cómico.
El catalán ha sido expulsado del juicio. Incluso lo vejan: fiscalía, tribunal y abogacía del Estado concursan a ver quién dice peor y con más mala idea apellidos de testigos, presas y presos. Paralelamente, hay quien para ofender al futbolista Gerard Piqué, le llama «Gerardo». Ningún nombre es mejor ni peor, simplemente no es el suyo. Casado clama, sin embargo, que el catalán es un peligro para el castellano y que se esforzará por aniquilar cualquier vestigio de cooficialidad, lo quiere como mero ornamento. Si la situación no fuera tan grave, sería ridículo.
El juicio al independentismo da miedo. El miércoles pasado fue especialmente pavoroso. Pudimos ver a un displicente Mariano Rajoy que se negaba a contestar si se había visto con el lendakari Íñigo Urkullu, cínicamente decía que no contestaba por pura generosidad, puesto que se había citado con mucha gente; una Soraya Sáenz de Santamaría que afirmaba que si algo no se firma, no tiene ningún valor, no se ha realizado (se le congeló la sonrisa cuando le hicieron notar que según eso no se había proclamado la independencia); un desmemoriado Juan Ignacio Zoido, máximo responsable de los cuerpos de seguridad, que no sabía nada de nada del operativo policial. Menos mal que al día siguiente Urkullu puso algunas cosas en su sitio y los puntos sobre las íes, y precisó cómo había sido la intermediación explicando con detalle y cronología encuentros y llamadas telefónicas.
Ahora bien, la sensación de que vamos a la deriva a bordo de un Costa Concordia es absoluta. En comparación, el capitán de aquel barco era un dechado de responsabilidad y profesionalidad. Hay que añadir las numerosas vías de agua que cada caso de corrupción, que una corrupción, sistémica abren en el barco.
Se acerca el 8 de marzo y es una pena tener que insistir en que la crítica a una política, a una mujer, no puede ser nunca una sexistada. Si encuentras repugnantes las ideas y propuestas de Inés Arrimadas, desenmascárala; si piensas que es histriónica y demagoga, critícala, pero no te metas con ella porque es una mujer.
Toni Albà lo ha vuelto a hacer. Ha seguido punto por punto el manual del perfecto misógino. Paso 1: Decir que Arrimadas es una prostituta. Paso 2: Ante las críticas, decir que no entendemos el sentido profundo de su insulto, que somos imbéciles, vaya (un juez de triste recuerdo dictaminó que un marido que decía «zorra» a su mujer no tenía ninguna intención de insultarla, que los zorros son animales muy astutos). Paso 3: Pedir perdón a las prostitutas por haber equiparado Arrimadas a ellas.
No tengo nada contra las prostitutas, al contrario, y tengo mucho contra los puteros, culpables de la prostitución y de la esclavitud y trata que suele conllevar, pero es fácil saber que si te dicen puta, la intención es insultarte.
A otro nivel: dejen de llamar Sáenz de Santamaría por el nombre o refiéranse a Rajoy como «Mariano».
Y aun a otro. Quizá Manuel Marchena, presidente del tribunal, ha acallado a más defensas, pero la frase «Cuando yo hablo, usted deja de hablar» no la espetó a un defensor sino a una defensora; a la abogada de Carmen Forcadell, Olga Arderiu.